«La moindre des choses» de Nicolas Philibert
El cine de Nicolas Philibert siempre ha tenido una gran relación con la enseñanza. No solamente porque su condición de documentalista le impulsa a mostrar su propia visión de las cosas sino también porque aquello que enseña siempre suele tener relación de una forma u otra con el acto del aprendizaje. La moindre des choses (1997), su sexto largometraje, no es una excepción en este aspecto, ya que se centra en el período de ensayos que llevan a término los pacientes de la Clínica de La Borde para realizar una representación teatral. La cinta está dedicada a retratar los esfuerzos tanto de los residentes como de los cuidadores del centro en la puesta en escena de la obra.
De manera simétrica al resto de la filmografía del cineasta francés, la película que nos ocupa evita discursos moralistas o simplistas reducciones intelectuales en su desarrollo a lo largo de todo el metraje. El estilo pulcro y sobrio que Philibert ha mostrado en el último tramo de su trayectoria se reproduce en este caso haciendo que cualquier espectador contemple su película teniendo la impresión de que no sobra ni falta un solo plano, estando todos los recursos audiovisuales de la obra puestos al servicio del contenido. De este modo, la cámara parece habitar junto a los pacientes de la clínica y termina convirtiéndose en una residente más.
Este diálogo se refuerza en mayor medida por el hecho de que los inquilinos del centro interactúan y hablan con la cámara, siendo en todo modo conscientes de su presencia y, sin embargo, nunca perdiendo su espontaneidad por ello. De la misma forma que el director no pierde ningún detalle de los ensayos que se ha propuesto retratar, los residentes siempre están atentos a los movimientos de la cámara, llegando incluso a preguntar si lo que se está filmando se pasará por televisión o si la cinta estará en color o en blanco y negro.
Lo que está proponiendo Philibert con esta correspondencia no es otra cosa que la integración de su cámara al colectivo de la clínica, equiparándola al resto de los residentes. Las últimas palabras de la película son muy claras respecto a esto, ya que uno de los más singulares pacientes del recinto termina declarando: “Estamos protegidos del exterior. Estamos entre nosotros. Y vosotros estáis entre nosotros también ahora”. Pero este discurso no se reduce a una simple equivalencia, el cineasta francés va más allá en su juego de espejos cuando en una secuencia en concreto, un paciente le pregunta directamente si la cámara está grabando, para luego afirmar que únicamente está entrenándose ya que como el aparato no hace ningún ruido debe de estar apagado. Lejos de ser sólo un detalle anecdótico dentro del metraje, este momento se convierte en una clave fundamental para desentrañar el discurso que Philibert pone en práctica en el filme, que consiste en mostrarse a él mismo como estudiante de cine aún en proceso de entrenamiento identificándose con los pacientes de la clínica que aún se encuentran ensayando para la representación teatral; ambos grupos conviven para perfeccionar su dedicación a sus respectivas disciplinas artísticas.
La ínfima cosa se convierte así en toda una lección de humildad por parte de su director y, más importante, en una reivindicación de todas las personas discapacitadas o no que participan en la película. De nuevo sin caer en didacticismos molestos, Philibert sí que se permite homenajear estás personas a las que iguala al resto del mundo, y de las que muestra su sorprendente elocuencia como cuando uno de los pacientes afirma que “los sanitarios deberían hacerse sanar”, para segundos después reconocer que está enfermo y necesita cuidados. La cámara enseña esta lucidez como muestra de respeto y demostración definitiva del valor intelectual de los inquilinos de la clínica, que además de actores amateurs son políglotas, melómanos, pintores… En ese sentido resulta del todo coherente que la obra que termina representándose en el clímax de la película sea Opérette de Witold Gombrowicz, teniendo en cuenta que el autor polaco dedicó gran parte de su vida artística a denunciar las máscaras y falsedades que se le imponen al individuo para vivir en sociedad.
Apenas un año después del estreno de esta película necesaria, Lars Von Trier realizó su célebre Los idiotas (Idioterne, 1998), donde un grupo de falsos discapacitados mentales representaban sus minusvalías criticando la hipocresía de las relaciones sociales al mismo tiempo que el director danés censuraba las manipulaciones del cine convencional con el austero estilo Dogma. Allá donde el maestro Von Trier sólo parecía ver falsedad, el aprendiz Philibert nos enseña que únicamente se trata de una eterna falta de práctica.