«Honor de caballeria» de Albert Serra
Honor de caballeria (2003) es la segunda película de Albert Serra, pero es la primera en la que emprende el camino cinematográfico que tanto le define y le honra hoy en día. En este film pueden verse ya prácticamente todos los rasgos de su estilo, desde la visión cruda y documentalista de los mitos literarios (que recuerda a El evangelio según San Mateo (1964) de Pasolini), hasta la particular dirección de actores basada sobretodo en la improvisación. La película es una adaptación libre de la novela «Don Quijote de la Mancha» de Miguel de Cervantes.
A veces parece un documental filmado por un intruso que se ha acercado sigilosamente a captar imágenes en secreto, como en un reportaje de animales. La cámara permanece a menudo escondida, reaccionando ante la acción imprevisible de los personajes para captar sus detalles más auténticos. La película es un viaje a través del silencio, los caminos, el cansancio y los descansos. Se muestran todos los paréntesis de la vida cotidiana, los fragmentos aparentemente vacíos y que normalmente serían omitidos en una película convencional.
Don Quijote intenta ejercer de líder salvador, dando lecciones al despistado y dormilón Sancho. A veces se enfada con él, llega incluso a insultarle. Pero se hace evidente su debilidad, su falsa seguridad, su duda constante, su amor por Sancho. Le habla sobre Dios y el destino, sobre su misión como caballero, sobre las tristezas y las bendiciones de la vida. Sancho guarda silencio misteriosamente, indiferente. Incrédulo o dudoso ante las afirmaciones de su líder. La cámara se acerca y se aleja, alternando entre el paisaje y los personajes.
Resulta irónico el contraste entre la épica que vive dentro de sí el Quijote (o que intenta creerse y transmitir a Sancho), con la vulgaridad de la experiencia que observamos. Una cruda caminata hacia ninguna parte, catalogada supuestamente como una aventura. Dos hormigas en medio de la pura naturaleza, totalmente perdidas.
Sancho lo sabe. Él solo ve una simple y aburrida rutina. No percibe la magia divina que capta Don Quijote, aunque lo intenta. Sancho no sabe si creer o no creer, pero tampoco le importa. De un modo parecido, el espectador se debate entre considerar al protagonista un héroe o un loco. Lo interesante es que tampoco importa, al fin y al cabo es un hombre más. De ahí lo conmovedor, que no estamos lejos de él. Nos basta la cruda cotidianidad en la que lo contemplamos, desmitificado de la figura literaria que es. Nos basta verle despojado de las partes dramáticas y fantasiosas de la novela, para conectar con él y conmovernos con su visión idealista, soñadora y bondadosa de la vida.
Nos basta verlos a los dos andando, bañándose en un río, comiendo piñones, haciendo una hoguera, poniéndose y quitándose la armadura, contemplando en silencio absoluto el nacimiento de la noche. Nos basta ver al Quijote enfadado con el viento o hablando con el cielo. Recordando con nostalgia «la edad de oro» en la que la humanidad vivía en paz, soñando con el día en que el mundo vuelva a ser así. Cómo un intento de convencerse también a sí mismo, de convencerse de que están bien y pueden seguir adelante.
Al final, el Quijote confiesa: «Estoy tan agotado que siento la muerte», mientras mira con ojos de niño las hojas de los árboles que mueve el viento, y las moscas bailan sobre su vieja armadura.
Un personaje secundario, interpretado por Albert Plà, pregunta a Sancho sobre sus aventuras. El escudero confiesa que el Quijote ha matado sólo a dos personas. Albert Plà le pregunta si no preferiría casarse y vivir una vida tranquila. Sancho dice: «Sería lo suyo». Sin embargo, Sancho no abandonará al Quijote. Por lealtad, por honor de caballería, aunque no sepan a dónde van ni porqué caminan, Quijote y Sancho caminan juntos, hasta sumergirse en la oscuridad.
No podrían existir el uno sin el otro.