«La caza» de Carlos Saura
“El cine español es políticamente ineficaz.
Socialmente falso.
Intelectualmente ínfimo.
Estéticamente nulo.
Industrialmente raquítico”.
Así de contundente se expresó el cineasta Juan Antonio Bardem resumiendo críticamente las demandas culturales de las llamadas Conversaciones de Salamanca de 1955, las jornadas reflexivas en torno al cine español en las que participaron directores como Basilio Martín Patino, impulsor principal del evento, Luis García Berlanga y un joven Carlos Saura.
Cineastas como los citados, junto a otros representantes de sectores críticos de la cinematografía nacional, se pronunciaron a través de estas conversaciones en contra de la evidente alergia a la realidad del cine imperante de la época, ejemplificado por dramas históricos y acartonados como Alba de América (Juan de Orduña, 1951).
A pesar de la nula efectividad legal de las jornadas, puesto que las autoridades no satisficieron sus peticiones y la censura continuó actuando, sus alegatos ideológicos calaron en los nuevos directores y provocó, junto a otros factores como las enseñanzas de la Escuela Oficial de Cine, la aparición de la corriente denominada como Nuevo Cine Español, de la cual la película que nos ocupa es uno de sus ejemplos más notables y emblemáticos.
La caza (1966) se centra en la reunión de tres antiguos amigos dispuestos a pasar una agradable jornada cinegética hasta que sus problemas personales afloran provocando una explosión de violencia que acabará con sus vidas. Desde el primer plano de la cinta, un plano detalle de una jaula con dos hurones deseando escapar, Saura anuncia el ambiente asfixiante y opresivo que la película va a tener a pesar de situarse casi en su totalidad en exteriores montañeses: una sutil forma de expresar que las prisiones en las que habitan sus personajes son interiores y a menudo aparentemente invisibles.
El director aragonés fuerza desde el inicio la pregnancia simbólica de cada elemento fílmico situando el coto de caza en un paisaje que sirvió como campo de batalla en la Guerra Civil Española, de tal forma que la película se erige en una gran metáfora de los mortales enfrentamientos entre la población nacional. Sin ir más lejos, sus personajes no dejan de ser representaciones variadas de la población del país, mostradas con sus defectos sin paliativos:
– José (Ismael Merlo), de carácter violento y al mismo tiempo compasivo, es el propietario del coto y pese a haber tenido siempre cierta estabilidad económica se encuentra prácticamente en la ruina debido a su reciente separación, provocada por haberse liado con otra mujer mucho más joven que él. La celebración de la reunión ha sido idea suya para poder pedirle dinero a:
– Paco (Alfredo Mayo), presumido y altanero, goza de una buena posición social gracias a haberse casado con una mujer rica, que le ha alejado de un pasado mucho más precario del que se avergüenza. Es un personaje presumido y arrogante, que no mezcla la amistad con los negocios y que desprecia a las personas que considera más débiles como:
– Luis (José María Prada), un hombre triste, alcohólico y suficientemente convencido de su inferioridad respecto a sus compañeros como para permitir que José, del que depende como amigo, le golpee impunemente. Pese a esta “debilidad” es el más culto de todos y siente la necesidad de evadirse de la realidad perdiéndose en las ficciones fantásticas creadas por escritores como Isaac Asimov, Ray Bradbury y John Wyndham. Este voluntario aislamiento hace que se acerque más al miembro menos integrado del grupo:
– Enrique (Emilio Gutiérrez Caba), invitado a la jornada por ser el joven cuñado de Paco, es una suerte de representación del prototipo de español criado y adoctrinado conforme a los ideales de la dictadura, de tal forma que cuando sus acompañantes mencionan la guerra su falta de conocimiento respecto al tema le obliga a preguntar de qué guerra están hablando. Es de manera evidente el vehículo de identificación del espectador por lo que su papel no hacía sino denunciar la ignorancia social e histórica a la que estaba sometido el público de la película en el momento de su estreno.
También existe un quinto personaje al que no vemos en todo el filme, Arturo, que es el verdadero cuarto integrante de la pandilla de antiguos amigo y que se suicidó después de cometer un desfalco financiero. Todos estos personajes componen un vivo retrato del egoísmo, la ignorancia y la mezquindad común de la población española del franquismo y, al mismo tiempo, muestran las preocupaciones y características de la época en la que se encuentran. Gran parte de la modernidad de La caza se localiza en esta polifonía del relato, que adjudica una voz en off propia a cada uno de los personajes de la trama y les otorga en contadas ocasiones la oportunidad de dirigirse directamente a cámara (rasgo de la modernidad cinematográfica por excelencia), subrayando la importancia de lo que se expresa en ese instante.
No obstante, no puede hacerse una descripción completa de los personajes de la película sin mencionar la presencia ineludible del paisaje en el que se ubica, el campo de batalla convertido en coto de caza. La metáfora visual más relevante de la cinta es la que conecta las madrigueras de los conejos que van a ser cazados con las cuevas situadas en el campo, equiparando a los hombres con los animales y corroborando las propias palabras de los personajes al decir citas como “la mejor caza es la caza del hombre” y “el pez grande se como al chico”, interpelaciones directas al espectador sobre lo que está viendo o lo que va a ver.
Es precisamente en una de estas cuevas donde sucede la escena más lúcida de toda la película: la visión (y su rechazo) de un cadáver de la Guerra Civil Española. José conduce a Paco hacia la gruta en cuestión con el pretexto de enseñarle algo que ha mantenido en secreto durante toda su vida, una afirmación que inmediatamente después se revelará como falsa, y allí descubrimos el cuerpo ya descompuesto. Existen dos lecturas simbólicas de este momento concreto y ambas son grandes críticas al silencio de la dictadura respecto a los estragos de la guerra. Por una parte, la reacción de Paco ante el muerto es la de repudiar completamente su visión preguntando “¿por qué no lo entierras como Dios manda?”, sintetizando así la censura del franquismo de su propio pasado violento, que finalizó la Segunda República Española con el “alzamiento nacional”. Por otra parte, hay una interpretación exclusivamente cinematográfica e igualmente interesante sobre dicha escena. Esta lectura incide en el hecho de que el personaje que rechaza la visión del cadáver esté interpretado concretamente por Alfredo Mayo, célebre actor del cine de la postguerra y alter ego del caudillo en la cinta franquista por antonomasia, Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1942). Con este detalle, Saura parece estar denunciando la censura y el silencio que ha habido en el cine español de Francisco Franco respecto a la guerra, olvidando y con ello menospreciando a todas sus víctimas. Delante de tamañas críticas, el cineasta aragonés sólo puede justificar la existencia de su largometraje agradeciendo el empeño personal de un censor falangista, Marcelo Arroita Jáuregui, que defendió con ahínco la película al advertir en ella su gran calidad.
Este espíritu comprometido del director no se limita a la cinta del 1966 sino que es una constante en toda su filmografía. Las dos películas anteriores del cineasta ya mostraban la necesidad de hablar de la realidad y el rechazo a ser “un cine de muñecas pintadas”, como definieron Patino y Bardem los filmes españoles de la época en las mencionadas Conversaciones de Salamanca. El primer largometraje de Saura, Los golfos (1959), ya daba cuenta de sus aspiraciones estéticas e ideológicas mostrando, a través de un estilo cercano al neorrealismo, la historia de un grupo de jóvenes que recurren a la delincuencia para satisfacer las aspiraciones profesionales como torero de uno de ellos. La crudeza con la que se describe las frustraciones de esa juventud, que termina siendo reprimida por la policía justo antes de alcanzar su sueño laboral, provocó el retraso deliberado de su estreno, la censura de gran parte de su final y que fuera declarada por las autoridades como un filme de “nulo interés”.
El segundo largometraje del director aragonés, Llanto por un bandido (1964), es un drama histórico sobre la figura del célebre bandolero José María Hinojosa “El Tempranillo” y su lucha contra el rey absolutista Fernando VII. Y evidentemente, la cinta se presta a una segunda lectura política muy clara en la que la oposición del protagonista al régimen represor imperante colma las ansías de libertad de parte del público (y el cineasta) frente al franquismo. Del mismo modo, Saura ha continuado su filmografía con estas denuncias más o menos veladas hacia la dictadura, su origen y sus consecuencias, con mayor o menor fortuna pero con una regularidad y frecuencia que muestran su gran compromiso.
Sin embargo, probablemente ninguna de sus películas ha conseguido aunar al mismo tiempo los desafíos ideológicos comentados con un resultado estético tan brillante y moderno como La caza. Definitivamente, la obra en cuestión no se ajusta en absoluto a las críticas que iniciaban este texto y que lamentablemente, en demasiadas ocasiones, siguen sonando en la actualidad demandado nuevas cazas.