Un festival de cine es el lugar privilegiado para constatar la situación del audiovisual y para descubrir cineastas que, difícilmente, pueden verse por otros medio. De forma contradictoria nos permite constatar, por un lado, que se hacen muchas, demasiadas películas y que una gran mayoría son innecesarias; y por otro, que las piezas más interesantes difícilmente podrán verse en salas comerciales o en cadenas generalistas de televisión. Así pues, y cada vez en mayor medida, el cine más vivo, más innovador, mas inteligente y mas interrogativo sobre nuestro entorno, queda al margen de los circuitos comerciales y encuentra su lugar en festivales o en sesiones concebidas como eventos, en vez de en las tradicionales programaciones en salas comerciales cumpliendo con unos horarios regulares.

El Festival Punto de Vista que tiene lugar en Pamplona y que ha celebrado su onceava edición durante el último mes de marzo, hace tiempo que se ha consolidado como un lugar privilegiado de observación cinematográfica. Con una línea editorial muy precisa, opta -desde su propio nombre- por una visión del documental en la línea de lo expuesto por Jean Vigo a partir de su experiencia en À propos de Nice (1930), donde desplazaba la supuesta objetividad del cine documental, hacia el protagonismo de la mirada del director que reflejaba sobre la realidad un «punto de vista documentado«. Esa conciencia en la mirada humana tiene también su reflejo en la dimensión del Festival, ni demasiado grande, ni muy pequeño. Una medida precisa que no avasalla al leer la programación y que permite ver, digerir y seguir creyendo que la vida se extiende más allá de la oscuridad de las salas de proyección. Una dimensión que facilita, además, el contacto entre las personas que acuden al festival.

De las múltiples impresiones que se generan por la inmersión en cualquier festival me quedo, para esta ocasión, con algo sumamente concreto y singular que rara vez sucede y cuando lo hace, se convierte en un auténtico acontecimiento: la revelación por encontrarse frente una película capaz de provocar una alteración en el estado de cotidianidad. Así me sucedió con La deuxiéme nuit (2016) que ganó el Premio Jean Vigo a la Mejor Dirección. Al hilo de tan fantástico descubrimiento, rastreé, hasta donde pude, la filmografía de su director: Eric Pauwels.

Eric Pauwels

Pauwels nació en 1953, en Amberes, aunque una parte importante de su infancia la pasó en París, donde se doctoró en la Sorbona bajo la dirección del cineasta Jean Rouch, al que hace aparecer en alguna de sus películas. Posteriormente se estableció en Bruselas donde ha dado clases en el Institut Supérieure des arts du spectacle (INSAS). El trabajo docente lo ha ido compaginando con la escritura y con la realización de diversas piezas audiovisuales de diferentes formatos, en primer lugar más cercanas a un cine etnográfico en la estela de Rouch, como Rites et possession en Asie du Sud-Est (1986) y posteriormente relacionadas, sobre todo, con el mundo de la danza. No será hasta el año 2002 que empezará a trabajar en el registro en el que ha perseverado en estos últimos años, hasta configurar una trilogía que ha denominado: trilogía de la cabaña, en referencia al pequeño cobertizo, al fondo de su jardín, donde el cineasta tiene su refugio y donde parece irse depositando su memoria personal. La trilogía está compuesta por: Lettre d’un cinéaste à sa fille (2002); Les Films rêvés (2009) y esta última La deuxieme nuit. El cine que nos propone en ellas, parte desde una poderosa manifestación de la presencia de su director, por momentos parcial o totalmente visible en el centro de la imagen; permanentemente audible por la emergencia de su voz que recorre las tres películas. Una propuesta cinematográfica que le sitúa en esa creciente y fundamental vía de un cine en primera persona que, en su ámbito geográfico más cercano, podríamos emparentar con otros cineastas belgas como Boris Lehman (que también aparece en Les films rêvés), Chantal Akerman y sobre todo Agnès Varda, con la que comparte el tono libre, asociativo y orgánico del relato, aunque con una menor carga de ese espíritu infantil y juguetón, tan manifiesto en la abuela de la Nouvelle Vague, como ha pasado a denominarse últimamente la propia directora.

Lettre d’un cinéasta à sa fille (2002)

Es pues un cine radicalmente personal, artesanal, construido con los materiales de la memoria y del propio entorno del cineasta, hecho desde la soledad y con una maravillosa capacidad para convocar temas, imágenes y sonidos. Un cine que manifiesta su gusto por explicar historias y construir con ellas bellos relatos, como lo haría un cuentacuentos. Así procedía en la película que abría la serie Lettre d’un cinéasta à sa fille, donde intentaba responder a la pregunta de su hija de por qué no hacía películas para ella. El cineasta responde que no es capaz, porqué hace mucho que dejó de ser niño, pero la pregunta reverbera como un desafío, tal vez no pueda cumplir con el deseo de su hija, pero tampoco puede esquivar el envite. La película se construye, entonces como un tanteo, palos de ciego que van configurando unas historias que intentan vencer esa imposibilidad de ser niño y que intentan ofrecer algo que pueda estar a la altura de su hija.

 

Ese papel de gran fabulador que recoge, interpreta y verbaliza historias que adquiere en Lettre d’un cinéasta à sa fille, la mantiene y la amplía en su siguiente película Les Films rêvés, donde el tanteo narrativo se dirige hacia el núcleo mismo del relato, para desde allí, construir una película sobre las películas que pudieron ser, pero que nunca fueron. El relato, los relatos, los sitúa Pauwels en la genealogía del viaje. No son el viaje, sino su rememoración; la de todos aquellos viajes realizados, de los viajes soñados, de los imaginados o de los imaginarios que nunca se sabrá hasta qué punto fueron ciertos, pero que existen porque un narrador les dio forma. Y si el viaje engendra el relato, en el origen está Odiseo, desde ahí se construye la película y por ella transitarán los grandes viajeros engendradores de relatos: Marco Polo o Cristóbal Colón; aquellos a los que el viaje les acercó a otros mundos como Fray Bartolomé de las Casas y otros a los que su viaje les llevó a hacer películas, como a su maestro Jean Rouch, que llegó a África para hacer películas y para morir. Unas veces el relato se asemeja más a los viajes de Herodoto, otras parece delirar como en los de Luciano de Samosata. Otras veces parece que es Borges el que se asoma y muchas, muchas otras, sus películas soñadas se parecen a aquellas ciudades invisibles que imagino Italo Calvino, imaginando lo que había imaginado Marco Polo en su Libro de las maravillas. Y aún hay otras, que su viaje es a la casa de al lado, donde vive su vecino, para regresar después a su jardín, donde al fondo se encuentra el cobertizo que todo lo contiene y desde allí, volver a empezar.

Si en estas dos primeras entregas de la trilogía las películas se desplegaban hacía afuera, en la tercera, La deuxième nuit, la película se vuelve hacia adentro. Su título hace referencia a la segunda noche en la que el recién nacido es separado por primera vez de la madre, marcando el inicio de un proceso de separación y de configuración de la propia personalidad. El desencadenante de la película es la enfermedad y la muerte de la madre del director, otra segunda noche y en este caso definitiva. Un tema delicado y que fácilmente puede deslizarse hacia terrenos sobrecargados de sentimentalismo. La película es, obviamente, emotiva pero se proyecta hacia un registro poético y elegíaco, con una gran elaboración formal y una equilibrada composición entre sus diversos materiales que trasciende la pura descarga emocional. Además, cuenta de entrada con la complicidad del espectador que, irremediablemente, ha debido pasar por impresiones similares a las que nos acerca la película. Con todos estos elementos, el cineasta se adentra en un nuevo viaje, a través del cual, intenta evocar la formación de la personalidad y de la memoria que se ha ido entrelazando con la memoria y la figura materna.

La deuxième nuit (2016)

En ella, lo que antes era placer por fabular y ofrecer el relato como gozoso regalo, cambia de tono, las palabras y las imágenes parecen surgir para acudir al rescate frente al poder destructivo del tiempo, frente al peligro de que algunos recuerdos y algunas personas pudieran extraviarse en el olvido. Aunque sea una película tranquila, en ella respira la urgencia por recapitular, por subsanar aquella herida que abrió aquella primera segunda noche y que ha acabado por hacer irremisible la segunda y última segunda noche, la de la muerte de la madre. Una película, como lo eran las otras dos, con un alto valor literario que en algún momento puede dejar en evidencia el carácter subsidiario de la imagen, aunque finalmente, que más da, donde no llega la visualidad, alcanza la oralidad.

Como es habitual en este cine en primera persona, cuando no es una muestra de lo encantado que está el director por haberse conocido, o de sacar a paseo su enorme talento, la trilogía de Pauwels tiene como objetivo último la voluntad por comprenderse y hacerlo en el entorno en el que le ha tocado vivir. La mirada hacia dentro sólo puede adquirir sentido, al menos para el espectador, si va acompañada por la mirada hacia afuera, como dejó escrito Yorgos Seferis, otro poeta del viaje, heredero de Homero, aunque en esta ocasión su herencia nos llegue desde Platón:

Y un alma/ si quiere conocerse a sí misma/ en un alma/ ha de mirarse/ al extranjero y al enemigo lo vimos en el espejo.

La deuxième nuit (2016)

Sabiendo, eso si, que toda comprensión es circunstancial y provisional, que puede ser sólo un jalón en un proceso que nunca acaba de completarse, aunque parezca que al nombrar las cosas, al fijar algo en ese devenir que nunca se detiene, adquieran la apariencia de algo firme a lo que uno puede agarrarse, o como mínimo, conseguir salvaguardarlas de su desaparición. Así puede desprenderse del cine de Eric Pauwels, sobre todo de esta La deuxième nuit que me parece la más madura y equilibrada y sobre todo, la más profunda, seguramente porque es la que surge desde más adentro y en la que el director se ha expuesto de manera más radical y, porqué exponiéndose, ha conseguido que la película ilumine.

 

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