«Clash» de Mohamed Diab
Entre las películas donde se retratan conflictos políticos complejos podemos incluir en estos últimos años Mandarinas (Mandariinid, 2013) de Zaza Urushadze que mereció el Óscar a la mejor película extranjera; En tierra de nadie (No man’s land, 2001) de Danis Tanovic o también La banda nos visita (Bikur Ha-Tizmoret, 2007) de Eran Kolirin. Este acercamiento a las grietas que han separado países, sociedades y familias es una de las mejores expresiones audiovisuales en tiempos de denuncia, resistencia o, directamente, de reflexión.
A esta narrativa responde Clash (Eshtebak), segundo largometraje del director egipcio Mohamed Diab. Tras el éxito de crítica de su ópera prima, 678 (2010), el director vuelve con la que podemos considerar una película muy esperada. Siguiendo el interés del cineasta para reflexionar sobre la situación socio-política de su país, las historias de los personajes que aparecen en el film y las interacciones que se generan entre ellos en un camión policial de 8m², reflejan los conflictos de la sociedad egipcia.
La película se desarrolla dos años después de la revolución egipcia, en 2013, tras el derrocamiento del régimen de treinta años de Hosni Mubarak. El caos y la impunidad reinan en una ciudad en la que las fuerzas militares cargan camiones policiales indiscriminadamente esperando que las cárceles, saturadas de personas, se vacíen poco a poco, muerte tras muerte. El film muestra a las mismas autoridades desorientadas por no saber la forma de proceder, tras encontrarse una y otra vez ante manifestaciones y peleas entre revolucionarios y fundamentalistas islámicos, éstos últimos expresando su resistencia frente al ejército.
Pero Mohamed Diab decide mostrar esta lucha feroz desde dentro: estamos en un camión policial que poco a poco se va llenando de personas de los distintos bandos, generando violencia -física y simbólica- en todo momento, con una puesta en escena de marcado carácter teatral. Las personas que las autoridades encerrarán en esa especie de furgoneta son un reflejo de la confusión y la vorágine política en la que se encuentran las fuerzas militares: incluyen un niño, dos mujeres, un anciano y, finalmente, hasta dos militares (hecho bastante simbólico: las propias autoridades terminan encerradas en el vehículo que debe recluir a los enemigos del sistema).
Durante la película, entendemos que las diferencias y los conflictos que separan a las personas no son tan simples como parecen: los musulmanes, por ejemplo, se dividen entre la Hermandad Musulmana (aquellos que son miembros de la Hermandad y abonan una cuota mensual para ello) y los meros simpatizantes. Otras personas mantienen discursos políticos desde posiciones sumamente personales y -en apariencia- irrelevantes. Inevitablemente, las personas recluidas en el camión deberán convivir sin que se desborde la violencia física, tal y como sí se había manifestado en un primer momento.
Aunque Mohamed Diab logra desarrollar una atmósfera general de miedo, caos y revuelta, nunca consigue generar un ambiente claustrofóbico en el camión, dado los movimientos de cámara y el espacio entre los personajes. En suma, no todas las actuaciones están bien dirigidas y algunas son demasiado irregulares, lo cual puede interrumpir el vínculo del espectador con la historia. También hay incongruencias en el guión y el director/guionista recurre a ciertos trucos narrativos para generar más tensión y drama que, finalmente, le restan verosimilitud al conjunto de la historia.
No obstante, la película logra que el público tenga la sensación de ser un prisionero más, atrapado de forma imprevista en ese conflicto y la cámara -casi como el reloj/cámara del periodista del film- nos convierte en testigos de lo que parece ser una realidad callada.
Al final, en un desconcierto creciente, no está claro qué sector está atacando a quién, ni porqué. Las tensiones parecen haber generado una bomba de tiempo en el que la mayor víctima no se encuentra en ningún bando en particular: es la humanidad.