Una carta íntima a transgresión
Confieso que quiero escribir este texto a manera de crónica, pues creo que las narraciones que se cuentan desde lo cotidiano revelan lo más profundo de la vida usando ese lenguaje que, aunque lo pensamos banal, puede acercarnos más a esas respuestas de las preguntas simples que tanto rondan en nuestras vidas.
Dando un preámbulo bastante específico tengo que empezar por mi adolescencia. Confieso que desde muy pequeña le temía a todo lo que estaba fuera de la norma, le tenía miedo a cometer una falta o imprudencia que pudiera desatar alguna regaño pero, secretamente, siempre me cautivaron los pequeños eventos de rebeldía que sucedían a mi alrededor como las niñas que fumaban en los baños a escondidas en mi colegio, las otras que le tiraban notas de amor por la ventana a los niños del colegio de enfrente. Todas estas situaciones siempre involucraban compañeras o situaciones que no tenían nada que ver conmigo, pues durante mi estancia colegial me encargué de conseguir las compañías más calladas y juiciosas, y me alejaba rotundamente de eventos que podían sacarme de mi estabilidad emocional, incluso una de mis amigas de la época, hoy en día se fue de monja de clausura, por lo que mi juventud no estuvo llena de emociones extremas como hubiese querido, sino de vivencias políticamente correctas. Fue entonces en esas épocas de mi vida en que que leí por primera vez a Andrés Caicedo, un escrito caleño que se suicidó a los 25 años, tras publicar su libro ¡Qué viva la música!, un relato a la desobediencia que inmediatamente llamó mi atención, y de ahí en adelante algo cambió.
Nunca me imaginé que me interesaría hacer cine, pues mi vida iba en una línea recta hacia la vida formal de oficina tal vez, pero Caicedo fue una luz que me empujó a salir de mí y esto fue una consecuencia de mis lecturas que me cautivaba profundamente por una razón, y es que despertaba todas mis pulsiones más salvajes que habían sido opacadas tal vez por mi educación y mis costumbres tradicionalistas. Los personajes de María del Carmen Huerta en el libro ¡Qué viva la música! y de Ricardito -el miserable- eran dos figuras en las que yo buscaba transmutar, (quizás en otra vida, por unos momentos y por todo eso que representaban) un yo oculto que lo traduce muy bien el escritor Luis Miguel Rivas en su cuento: Cuentos de la mala memoria: escribo para que no se me olvide que he estado leyendo últimamente: “la pequeña historia de Ricardito, además de patética y graciosa, revelador de un asunto humano que me interesa: la pulsión, la fuerza del monstro interno que tengo, que tenemos; la imposibilidad de dejar de ser el que se es, acompañada de la vergüenza de serlo”.
El monstro se desató y con él llegaron nuevos entes que lo acompañaban y nutrían, uno de ellos, y es la razón de este texto, es el cineasta caleño Luis Ospina que estudiando mi carrera se convirtió en un referente para mí y mi trabajo, en un inicio por un interés básicamente visceral hablando de forma visual y narrativamente, pues sus películas se alejaban de lo que había visto anteriormente en el género documental que resultó ser el género de mi predilección y mi amor desde el inicio de mis estudio. Las formas de esta director me acercaban a la TRANGRESIÓN con la que había soñado y sentido tan cerca desde siempre y que nunca se había revelado ante mis ojos, y lo escribo con mayúscula porque es la palabra que me une a él y además a Andrés Caicedo.
Lo primero que vi de él fue la película Agarrando pueblo (1977) dirigida por Luis Ospina y Carlos Mayolo, que la grabaron para capturar las miserias de Cali y así criticar a quienes la instrumentalizaban para grabar su apellido en la historia del cine colombiano. Su ritmo estruendoso y la adrenalina en sus imágenes era de alguien que no tenía miedo a nada, y eso me cautivó profundamente. No será entonces una sorpresa que siguiendo su obra encuentre Unos pocos buenos amigos (Luis Ospina, 1986) un documental sobre Andrés Caicedo a quién conoció muy de cerca en su juventud y a quién quiso recordar mediante la voz de sus amigos más cercanos. Este retrato permitió escarbar en sus recuerdos más vivos, recordarlo y tal vez inmortalizarlo. Algo extraño fue que nunca vi a un personaje en éste documental: Clarisol, una niña que conoció a Caicedo en su infancia y que me había cautivado por su extroversión en un vídeo que hace Andrés Caicedo en vida, donde se la ve fumando y rodeada de hombres con un espíritu totalmente desbordante, similar a la de su libro. Me enteré entonces que le dedicó su ¡Qué viva la música!, pero no encuentro más información de ella.
Salí de la universidad con esa influencia latente de los documentales de Luis Ospina y con la esperanza de que algún día haría una película documental llena de intimidad, pero a su vez de trasgresión, cercanía y frescura, características que veo en cada una de sus películas. Solo esperaba descubrir un personaje cautivador e interesante que me pudiera brindar algo que contar también de mí, de mis deseos más ocultos y me respondiera también preguntas de mi vida. llegué a Barcelona en el año 2015 y conocí allí a Clarisol con quien hice mi primer corto documental.