Una tormenta se avecina fuera de campo

A Hard Rain’s A-Gonna Fall, cantaba Bob Dylan. Y, en este caso, la lluvia que anuncia la primera escena de La ciénaga (2001), no es otra que la del propio cine de Lucrecia Martel. Un cine ambiguo, esquivo en ocasiones, de detalles y texturas, de sonidos en distintos términos, humano, no siempre dramático y raramente dramatizado.

Su cine es, por encima de todo, respetuoso con el espectador y, además, un cine muy agradecido. Primero:

Por no dar al espectador nada por seguro y obligarle a pensar y a llegar a las conclusiones por cuenta propia. Todo es sugerido. Nada se confirma. Es el espectador quién debe hilar sucesos, comportamientos y relaciones, y construir la película.

Segundo, por estar cargado de mucho y muy variado cine. De entrada, en un primer vistazo, encontraríamos una mezcla del formalismo de Robert Bresson mezclado con la fuerza del entorno claustrofóbico de la Onibaba (1964) de Kaneto Shindo. Por otro lado, en sus temáticas encontramos el retrato a una burguesía en decadencia, rozando en ocasiones un trato parecido al de El ángel exterminador (1962) de Luís Buñuel.

Martel retrata la burguesía venida a menos de su Salta natal, dos cuestiones –la de clase y la de contexto físico–, que conectan las tres primeras películas de la directora, entre otros elementos. Una burguesía no sólo decadente, sino además clasista y racista. Que habita en espacios entre abandonados y ruinosos, de los que son incapaces de salir (véase la casa de Cría cuervos (1975) de Carlos Saura). Pocos espacios (normalmente una localización) y, aún más retorcido, de un espacio menor dentro de este espacio (las camas de La ciénaga (2001), la piscina del hotel de La niña santa (2004) y el coche en La mujer sin cabeza o La mujer rubia (2008). Y una burguesía que lleva vidas sin rumbo aparente, en las que se mezcla el aburrimiento, la infidelidad (Gregorio con Mercedes, la actual pareja de su hijo, en La ciénaga, o Verónica con su cuñado en La mujer sin cabeza), el despertar sexual (las hermanas de La ciénaga y las protagonistas de La niña santa), y el incesto. Todo estos temas, tramas y subtramas, están situadas en un tiempo indeterminado. Todos los elementos que aparecen se relacionan en un tiempo tanto como niegan esta relación. Podrían ser historias sucedidas hace treinta años como historias absolutamente actuales. Es esta atemporalidad y la localización de las películas lo que les da un aire más onírico, trascendental y alegórico. Los convierten en pequeños cuentos de hadas.

La cuestión de lo onírico en el cine de Lucrecia Martel no es algo banal. Si bien su trabajo se podría enmarcar en un cine de tipo social y a veces dejándose arrullar por el documental, como en sus cortometrajes La otra (1989), La ciudad que huye (2006) o Nueva Argirópolis (2010), es este contenido de fantasía lo que borra las barreras de manera contundente entre documental y ficción. Sus películas tienen un fuerte contenido fantástico, y recurrentemente relacionado con lo sacro y la religión, con aires de redención y de apariciones que parecen augurar un futuro de felicidad, pero con un gran sabor pesimista (“Fui a dónde se aparecía la Virgen, pero no ví nada”).

Precisamente es en esta creación de atmósferas dónde el cine de Lucrecia Martel te arrolla con fuerza. Decía al principio que sus películas son ambiguas y esquivas. Aquí añadiría también un gran sentido opresivo y de incertidumbre. Pues bien, son sus planos los que les otorgan esa cualidad. No conocemos los pensamientos de los personajes con claridad, no sabemos demasiado de ellos, no sabemos cuál va a ser su próximo movimiento. Y ¿qué nos muestra Martel? Pequeños detalles, texturas, primeros planos, planos medios, escorzos cortos, piernas, troncos… Unos planos que constantemente nos llevan a preguntarnos qué estamos mirando, a quién, dónde están los personajes, con quién están y, sobretodo, ¡qué está ocurriendo fuera de plano! Su ambigüedad se construye con esta exquisita fragmentación. El continente define el contenido. La forma cobra sentido.

Pero es que además, como prueba de maestría, cuando nos tiene acostumbrados a esta fragmentación y a un trabajo puramente de montaje, ¿qué hace Martel en determinados momentos, importantísimos para la trama? Alargar un plano hasta llevarnos a la más terrible incomodidad y tensión, como es la escena del rostro de Amalia tras el primer manoseo por parte del Dr. Jano, o la escena del atropello de La mujer sin cabeza, que se alarga hasta sacar a Verónica del coche, y nos deja con una fuerte lluvia (de nuevo), que vuelve a augurar lo que está por venir.

Todo esto está, además, condimentado con un trabajo del sonido excepcional. Los detalles de la banda de audio nos sumergen en la historia y, especialmente, en el entorno y contexto de ésta, de una manera que se agradecería ver más veces. Como prueba de ello, el cortometraje Pescados (2010), un trabajo de pura creación sonora. Por otro lado, entre sus grandes trabajos de sonido destaca, por encima de todo, el inicio de La ciénaga: la ya nombrada tormenta (que seguirá a lo largo del metraje), el repicar de los hielos de las copas, las sillas siendo arrastradas, unos perros a lo lejos, disparos… Una auténtica declaración de intenciones para la primera escena de una ópera prima.

Pero también es un trabajo de audio totalmente coherente con el resto de elementos de las películas. Si su trabajo visual es ambiguo, esquivo y cuidadoso con lo que muestra y lo que oculta, el sonido juega con el espectador y con su atención. Así, mientras una conversación anodina se sucede en primer término, nosotros nos peleamos por prestar atención a los ruidos que se suceden fuera del plano, en otro espacio, pero que son mucho más narrativos que los que se nos muestran de entrada. Jugando además con esta construcción propia de la película por parte del espectador. Haciendo que tratemos de llegar a conclusiones antes de que siquiera Martel nos confirme (o no) si hemos acertado. Un juego que tiene mucho que ver con romper la sucesión causa-efecto, mostrando primero la reacción y después lo que la ha motivado, dejando al espectador intrigado, cargado de interés, y deseoso de anticipar qué demonios está ocurriendo fuera de plano (el príncipe Lubitsch en estado puro).

Más allá de estos elementos, que unen las tres películas y les dan un cierto sentido de trilogía, cabe destacar la presencia del agua en todas ellas, con un fuerte sentido narrativo y simbólico en las distintas historias, y que funciona prácticamente como hilo conductor. En La ciénaga, se mezcla la calma del agua estancada en la piscina, y el presagio de tormenta que recorre el filme. Ambas, una traducción de los personajes, con su estancamiento e inacción, pero cuya calma es sólo aparente y en cuyo interior reside una tormenta por desatarse. En La niña santa, la piscina en la que se bañan y encuentran los personajes. No obstante, es de los pocos espacios en los que los encuentros entre Amalia y el doctor no tienen contacto ni sucede nada sexual, quizás con ese sentido sacro del título, que otorgaría al agua de la piscina una cualidad casi bautismal, y donde expiar los pecados. Finalmente, en La mujer sin cabeza, el agua del canal cobra muchísima importancia, por ser el espacio que representa la culpa de la protagonista pero que, a su vez, ocultaría el cuerpo del cadáver, objeto y prueba de dicha culpa.

Todo esto convierte a Lucrecia Martel en una de las directoras más interesantes del panorama actual. Sus historias se han ido enturbiando cada vez más: desde la aparente simpleza de la vida de una familia alrededor de la cama de una convaleciente a un despertar sexual oscurecido por el abuso de menores, hasta el derrumbamiento interior ante un posible asesinato. Por ello, tras varios años de aparente calma, su nueva película Zama (2017) se presenta como una visita obligada al cine, con la que la directora parece haber cerrado una etapa (la de la supuesta trilogía salteña), adaptando una historia y cambiando el contexto.

Es cierto que, por su nivel de exigencia, su cine no es para todos los públicos. Pero, sin ningún lugar a dudas, merece la pena no perderlo de vista. No sabemos lo que la tormenta Martel nos va a traer.

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