Nostalgia del futuro. La memoria de Patricio Guzmán
“Me pregunto si, en otros planetas, los fuertes harán lo mismo con los débiles".
Retazos de infancia se cuelan en distintos momentos de Nostalgia de la luz (2010) y El Botón de Nácar (2015). Una infancia llena de misterios, de miradas al cielo, de miradas al océano, de sueños y esperanzas. La infancia de un niño. La infancia de un chileno. La infancia de un país.
El niño que soñaba con un futuro de luz, creció y se enfrentó a la oscuridad. La realidad cercenó la inocencia, y tuvo que aprender a ser adulto y a enfrentarse a la vida a base de torturas, asesinatos y desapariciones. Y, así, el futuro que pudo ser y no fue, terminó. Lo que quedó fue un niño y un país avergonzados de su pasado. Horrorizados. Incapaces de mirar adelante.
Patricio Guzmán realiza, con estas películas, dos obras excelentes sobre la memoria. No solo de un país, sino de toda la Humanidad. Fascinantes y dolorosas. Con una cualidad poética descarnada y visceral.
Lo maravilloso y aterrador de estas películas es que no hace falta conocer la historia de Chile para verse arrollado por ellas o para identificarse con el autor y las cuestiones que toca. Porque, pese a que el contexto es el país natal de Guzmán, la historia no nos es ajena.
Y, lo que las hace geniales, es partir de cuestiones tan inabarcables como el Universo entero o el agua. Cuestiones que las hacen globales y, a su vez, las convierten en algo personal, por el simple hecho de pertenecer a la especie humana.
Es maravilloso ver cómo Guzmán relaciona los temas, y cómo éstos confluyen de manera orgánica y con total sentido en un mismo punto (magistral la transición de texturas de planetas a la textura de huesos humanos).
En Nostalgia de la luz asistimos al encuentro entre el cielo y la tierra. Entre los astrónomos y los arqueólogos. Entre la búsqueda y lo oculto. Entre las huellas de un pasado traumático y un presente que no puede existir.
Huellas. Huellas en el cielo y en la tierra. El cielo de todos. Nuestra Tierra. Nuestras huellas. Nuestros muertos.
Cada hueso perdido en el desierto de Atacama es un rastro de todos nosotros. Una vergüenza conjunta y una nueva muestra de nuestro fracaso como especie. Una nueva dictadura. Un nuevo exterminio. Y, lo peor de todo, un nuevo olvido. Da igual si es en un desierto chileno o en una cuneta española. Los muertos siguen esperando. Y, los criminales, libres. “Estamos en un país que no trabaja su pasado”. La memoria es frágil para todos.
Con El Botón de Nácar, Guzmán sigue una senda similar. Esta vez, aparta la vista del cielo (aunque no del todo), para mirar dentro del agua. En esta película, los desaparecidos de la dictadura encuentran, además, su alter ego en los indígenas de la Patagonia.
De nuevo, la historia no se limita a un solo continente, un país, una zona o una tribu. El océano nos conecta a todos. El Universo es agua. La Tierra es agua. Los Humanos somos agua. El agua es la vida, y el agua es la muerte.
El relato del exterminio indígena tiene muy poco de relato histórico. Aunque se camufla como tal, rápidamente nos damos cuenta de que la historia de colonos que invadieron el territorio, saquearon, expulsaron, prohibieron, drogaron y mataron a tribus enteras, sus culturas y sus lenguajes, poco tiene de pasado. En ningún momento nos habla de quiénes fuimos, sino de quién seguimos siendo y quién, por lo tanto, somos en realidad.
Lo realmente fascinante y escalofriante es llegar la conclusión de que poco nos diferencia de los colonos españoles que pusieron nombre a los patagones, o de los marineros que se llevaron a Orundellico, al que llamaron insultantemente Jemmy Button, y a otros indígenas, cuál monstruos para ser expuestos y “civilizados” en Inglaterra.
Poco o nada ha cambiado cuando se trata de exterminar. Qué importa que sean unas tribus “incivilizadas”, paisanos con distintas ideologías o un país rico en petróleo. Al final, los muertos son los mismos. El olvido es el mismo. Y todo es cíclico. Las muertes ya han pasado. Siguen pasando. Y seguirán pasando. Y, por supuesto, nos volveremos a olvidar de todo para seguir viviendo como podamos. Aunque, al final, el precio de nuestras vidas sea un simple botón de nácar.
Patricio Guzmán nos recuerda que formamos parte de la especie más autodestructiva de, probablemente, todo el Universo. Y, pese a todo, nos esforzaremos por seguir olvidando.