«El insulto» de Ziad Doueiri

Los más precavidos proclaman que hay tres temas a evitar cuando se habla con desconocidos: la religión, la política y el deporte. A excepción de este último, en la película El insulto (2017)   se habla de los otros dos a espuertas. Y eso es precisamente lo que la convierte en una película atrevida e inteligente, de esas que plantean más preguntas que respuestas.

Que un pequeño incidente entre dos hombres (uno cristiano libanés y otro musulmán palestino) se convierta en una cuestión de estado, es la premisa que utiliza Ziad Doueiri para proponernos una fábula judicial sobre el rencor y el perdón. Porque la resaca de una guerra civil como la que vivió Líbano no se mide en días, ni en meses, ni en años, sino en cicatrices. Y no me refiero a la cantidad de fisuras en la piel, sino a la persistencia de querer verlas cuando nadie más las detecta.

Vivimos días grises. Las diferencias religiosas, políticas y étnicas que antes nos hacían grandes, ahora son pura amenaza. El odio lo instigan los de arriba, pero es aquí abajo, en la calle, donde nos ponemos a prueba. Y el odio solo desaparece cuando uno deja de lamerse las cicatrices. Porque El insulto, a fin de cuentas, trata de eso, de aprender a mirar atrás sin rendir cuentas a nadie.

Aunque la película esté cargada de diálogo, Doueiri mueve la cámara constantemente, dando dinamismo a las escenas. No se trata de una película con florituras. No las necesita. Y es que donde haya una historia bien contada, no necesitas a tipos musculosos untados de carbón y sudor tomándose la justicia a pulso. Porque la justicia es mucho más que la lucha por la verdad en un conflicto. Como ya se decía en tiempos de Esquilo, en cualquier conflicto la primera víctima es la verdad. Y en esta película, uno siente que la víctima somos todos y la verdad no es monopolio de nadie.

El insulto (2017)

El insulto es todo lo contrario de lo que el título proclama. Es una reflexión sobre la estupidez humana, sobre la trascendencia del orgullo y la elocuencia del perdón. Es un vaso de agua al final de una travesía por el desierto: te llena, te sacia y, cuando se acaba, sonríes satisfecho.

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