
D’A Film Fest – Días 6 y 7
Continuamos con la cobertura del Festival, ahora encarando ya su recta final, recogemos las películas que más han destacado en dos de las tres últimas jornadas:
Día 6
Tiempo Compartido
Cuadrada en el horario por descarte, Tiempo Compartido resultó ser una de las sorpresas del festival (a nivel personal). La película de Sebastián Hofmann es una propuesta atrevida y traviesa, con una muy interesante puesta en escena.
Nos cuenta la historia de una familia que se aloja en una ciudad de vacaciones, una Marina D’Or con villas, y que debido a un error administrativo deben compartirla con otra familia. Un argumento que en apariencia puede llevar a una típica comedia de enredos, Hofmann lo transforma (con la intervención de una curiosa subtrama) en un sueño febril a medida que avanza el relato. Introduciendo elementos oscuros y oníricos, la cinta se mueve entre la comedia ácida y el thriller psicológico.
Sus personajes son, en su totalidad, un conjunto irritable, algo que impide al espectador identificarse con ellos. Y tampoco es la intención de sus guionistas, pues este hecho juega a favor de su mordaz humor. Es a través de la sátira y la mala leche que se logra una crítica subversiva a ese capitalismo salvaje que representan las instituciones hoteleras vacacionales, representado tan gráficamente en ese escupitajo sangriento sobre el ideal de la familia perfecta en una secuencia del filme.
Cinematográficamente la dirección de Hofmann no se queda atrás, moviéndose en armonía con su agresivo y burlón tono. Empezando por el uso de la música, bien administrada en su conjunto, la composición de Giorgio Giampà otorga una atmósfera tensa y lúdica. Su banda sonora también se compone de detalles que aumentan la sensación de paranoia, y lidera la narración el alguna particular secuencia.
La iluminación se recrea en el uso de la variedad de colores, apostando por neones que subrayen un ambiente festivo y enrarecido, evocando lo vacacional durante el día, y una extraña fantasía durante la noche. Los movimientos de cámara ideados por Hofmann y Matias Penachino acompañan a sus personajes por ese mundo dual, a la vez que revelan detalles narrativos con pomposidad.
Pero si hay un aspecto formal a destacar es el trabajo de los encuadres. Los reencuadres son constantes, a través de puertas, ventanas, balcones o escorzos, visualizando la presencia del hotel a cada plano. Se establecen rimas visuales entre esas puertas y ventanas junto con los planos dónde aparecen espejos, que también se referencian entre ellos a demás de presentar esa constante dualidad tonal. También sabe cuando negar el espacio omitiendo la profundidad de campo, alienando a los personajes de la realidad, reforzando la sensación perturbadora.

Disobedience
Sebastián Lelio regresa a la gran pantalla tras el éxito que supuso Una mujer fantástica, alzándose con el Oscar a mejor película de habla no inglesa la pasada edición. Esta vez explora el inicio de una relación entre dos mujeres dentro de la sociedad judía ortodoxa. Disobedience nos muestra a tres personajes atrapados por la tradición.
Abre con un prólogo que nos va a marcar el principal tema de la cinta: los ángeles libres, las bestias instintivas y el ser humano, a medio camino entre ambos. La lógica que se asocia con el judaísmo ortodoxo representaría a Ronit (Rachel Weisz) cómo bestia, alguien que decidió alejarse del camino marcado y siguió su lado más instintivo, y regresa para desestabilizar a Esti (Rachel McAdams) y acercarla a la tentación. Sin embargo, Lelio asocia desde el inicio de su película a Rachel Weisz con lo angelical, apoyándose en la iluminación celestial que baña su rostro. Otro aspecto a destacar es que, más allá de que la trama recaiga sobre la relación de pareja secreta entre las dos mujeres, se nos muestra cómo Dovid (Alessandro Nivola), aparentemente en conexión con su entorno (algo en lo que profundizaré más adelante), se acaba revelando como presa de la tradición con la que ha crecido.
La narración viene marcada por la sutileza, tanto en su guión cómo en su dirección. El relato avanza con secretos que se revelan sobre la marcha, pero que están presentes desde la llegada de Ronit. Así percibimos una constante tensión, dónde el pasado arrastra y subyuga a Ronit y Esti, a la vez que denota una complicidad instintiva entre ellas, sin que el espectador aún sepa por qué. La historia juega con detalles que manifiestan ese pasado, un ejemplo es la muestra explícita de un detalle durante la escena de sexo entre Ronit y Esti, un hecho que puede sacarnos de la escena aparentemente, pero que si reflexionamos sobre él nos damos cuenta de que está justificado.
Hábilmente Lelio varia su punto de vista en cada secuencia entre los tres personajes, aunque hay dos grandes constantes en la historia. Inicialmente recae más sobre Ronit, presentando el ambiente al espectador a medida que ella lo redescubre, produciendo una extraña atmósfera que, acompañada con la atípica música de Matthew Herbert, se acerca más a la ciencia-ficción que al drama. Más tarde la mirada recae más sobre Esti, encerrándola y destruyendo la complicidad establecida con la sociedad hasta entonces. La banda sonora es muy reveladora en este aspecto. Es capaz de visibilizar los sentimientos que subyacen con The Cure sonando en la radio, o el uso de cánticos religiosos que aportan una gran fuerza emocional a la vez que encierran a sus personajes en esa sociedad. De la misma forma, a veces abusa demasiado de la música para enfatizar el dramatismo.
Cómo decía ya antes, la delicadeza narrativa empuja el relato, siendo casi imperceptible. Lelio centra casi toda su fuerza en el encuadre y su relación con los personajes. Empezando por la composición, llena de términos y elementos visuales que encierran a Ronit y Esti, además de la cercanía a sus cuerpos y sus rostros. Quitando el prólogo y el plano inicial tras el título, en el resto de planos de la película siempre está presente uno de los tres personajes protagonistas, creando una sensación claustrofóbica inconsciente. La cámara no sólo encierra, sino que además está en un constante aunque suave movimiento, reflejando una pequeña y constante tensión, ya sea por una relación que espera a unirse o un pasado latente en los espacios.
Y hablando de los espacios, uno debe fijarse en cómo su director decide cuándo mostrarlos o aislar de ellos a sus personajes a través de la profundidad de campo o la falta de ella. Esto tal vez sea lo más difícil de asimilar, pues Lelio lo usa para representar un conjunto de sensaciones. La más importante es la alienación de los personajes con el espacio, siendo rechazados por el entorno cómo ocurre con Ronit desde su llegada y más tarde con Esti e incluso Dovid. Cuando un personaje está en armonía con ese entorno, representando un espacio/sociedad, se nos muestra encajado por la visualización de la profundidad de campo, si es rechazado, la cámara está más cerca y el fondo se rompe visualmente. Esto también se evidencia cuando Ronit y Esti se encuentran en un ambiente alejado al convencional, haciéndose presente la libertad (también con una iluminación angelical) y la conexión con el mundo. Aunque la técnica del desenfoque también puede visualizar la intensidad de una emoción en los besos entre las protagonistas o la escena de sexo. Aunque un recurso lúcido, también puede ser tramposo Lelio, pero es ese engaño el que lo vuelve invisible y aparentemente plano.
Con estas herramientas audiovisuales, entre otras dónde su resultado es más irregular, podemos leer en Disobedience una historia cercana y frágil si observamos detenidamente. Eso sí, parte de una difícil contrincante con puntos en común cómo es Carol (Todd Haynes, 2015), aún presente en el imaginario colectivo y dónde su elegancia destaca por encima de la ilusoria superficialidad de Sebastián Lelio. No por ello se debe desmerecer su atrevida propuesta.

Día 7:
Bienvenida a Montparnasse
Bienvenida a Montparnasse explora la vida parisina a través de los ojos de Paula (una magnífica Laetitia Dosch), que regresa al que fue su hogar hace años. Aunque este hecho es más anecdótico que relevante para la trama, pues Léonor Serraille busca explorar las posibilidades que una sociedad joven tiene en una ciudad como París (o cualquier otra de la Unión Europea).
A ojos de Paula, una mujer que se encuentra a medio camino entre la juventud y la responsabilidad de sentar cabeza, se nos abre un abanico de posibilidades. La crisis de los treinta le plantea dilemas, desde volver a estudiar o buscar trabajo, hasta la experiencia de la maternidad a través de hacer de canguro. Todo ello en busca de algo esencial: su independencia y posición en este mundo.
Esta historia, en principio, no aporta nada nuevo a otras tantas que ya existen. Sin embargo es capaz de destacar cómo única por su tono y tratamiento audiovisual. Su tono se mece elegantemente entre el drama y la comedia, siempre acercándose a ambas de forma sutil y combinándolos con inteligencia. Laetitia Dosch da rienda suelta a un personaje frenético, compulsivo e infantil, haciendo de cada situación un lúdico disparate, o una tensa bofetada de realidad. Ya desde su arranque, con ese primer plano de Paula defendiéndose a gritos ante el espectador, con una corta profundidad de campo y un impulso constante de la actriz que muestran una agitación y rabia inherentes al personaje.
Y es que Paula vive encerrada y sometida a la sociedad, visible a través del formato de imagen 1:66. Sus composiciones varían entre la centralidad, cuando Paula interacciona con el mundo y fracasa una y otra vez, con la cámara pegada a ella; o aislándola a los márgenes en los momentos de reflexión, cuando la acción se interrumpe en una secuencia y es arrinconada, mostrando su derrota ante el entorno.
La dinámica de cámara, siempre en movimiento, sea siguiendo los pasos de Paula o cámara al hombro en los encuadres estáticos, aporta una fuerte sensación realista y nos acerca al interior de la protagonista. Una agitación constante que otorga a la atmósfera una inquietud relacionada con esa búsqueda de lugar en el mundo. El montaje busca contrastar secuencia tras secuencia, ya que el ritmo interior de cada una viene marcado por el plano-secuencia en su mayoría. Esto se traduce en una estructura compuesta por situaciones in media res, siempre asistimos cuándo ya han comenzado y nos vamos antes de su final. Esta decisión aporta una constante energía a la historia, manteniendo al espectador en vilo para componer en su cabeza los momentos restantes de cada secuencia. Esto queda reforzado en algunas particulares secuencias con el uso de música, administrada con cuentagotas y siendo un recurso excepcional. Varía en los géneros, incluyendo jazz o pop dependiendo de qué encaja en ese particular momento, siempre contrastando con la acción y aportando nuevos matices en su lectura.
Si hay algo, tras este uso narrativo que aún huyendo de la convencionalidad, dote a la película de un carácter singular y una mirada única, son sus breves pero potentes digresiones narrativas. Serraille detiene la acción para observar la belleza de lo cotidiano, a través del movimiento del paisaje desde un tren, una serie de reflejos proyectados sobre el agua, o la incidencia de las sombras sobre los objetos y el entorno. La película se emancipa brevemente, adquiere una fuerza autónoma a lo narrativo, a la ficción. Aunque algo alejado de estos ejemplos, también se produce este efecto con el gato que Paula cuida, es capaz de robarle planos a la narración, e incluso el protagonismo a los personajes en pantalla. Tiene un brutal magnetismo con la cámara.
Bienvenida a Montparnasse es una película lúcida en su visión, sabe explotar los recursos a su disposición mientras divierte y revela a partes iguales. Ganadora de la Cámara de Oro en Cannes a mejor ópera prima, es toda una declaración cinematográfica por parte de Léonor Serraille. Habrá que seguirle la pista a esta directora.
