«El taller de escritura» de Laurent Cantet
Laurent Cantet regresa a nuestras pantallas tras Regreso a Ítaca (2014), colaborando de nuevo con Robin Campillo, el cual también estrenó hace unos meses 120 pulsaciones por minuto (2017), una de las mejores películas de lo que va de año para este redactor. La colaboración entre estos dos cineastas es ya algo habitual, aunque no se daba desde La Clase (2008), por la cual Cantet ganó la Palma de Oro en Cannes. Esta nueva colaboración ha resultado en el filme a comentar: El taller de escritura (2017).
La película arranca con un curioso plano de un videojuego (The Witcher 3: Wild Hunt para los curiosos) que descoloca al espectador, aunque tendrá un curioso reverso más adelante. Tras esta especie de prólogo conocemos a los personajes: un grupo de chicos y chicas jóvenes de diferentes etnias guiados/as por Olivia (Marina Foïs) cuyo objetivo es formar un relato capitaneado por esta escritora de cierto éxito. Es muy interesante asistir a cómo cada uno de estos personajes se define a sí mismo a partir del intercambio de opiniones e ideas, siendo capaces de tener una cierta distancia como espectadores y a la vez simpatizando con aquellos con los que compartimos ideas.
El avance de la narración resulta algo ambiguo: los personajes cambian de lugar a cada reunión y vemos cómo ese relato se perfila lentamente, pero no sabemos hacia dónde nos lleva la película exactamente. Pero la narración se establece una vez toma a Antoine (Matthieu Lucci) cómo protagonista, una decisión atrevida por parte de Cantet, pues nuestro protagonista es el chico del grupo que cuenta con más privilegios: blanco, heterosexual, de clase adinerada, que además vemos cómo tiene una serie de prejuicios contra los demás.
A partir de centrar la historia más en Antoine, el protagonismo coral se va disipando y las reuniones parecen tener como objetivo la contraposición de ideas del resto de personajes contra las de Antoine, no sólo suponiendo un conflicto para él, sino también haciendo que el espectador le conozca mejor. Por lo tanto, el juego meta narrativo de la creación de un relato también se pierde, algo que tal vez hubiera sido interesante explorar.
Cada vez nos introducimos más en la vida de Antoine, siendo testigos de sus ratos muertos, sus amistades, sus obsesiones, etc. Pero esta estrategia acaba haciéndose algo pesada con el paso de los minutos, una vez el espectador intuye y más o menos conoce al personaje esta exploración tan detallada resulta algo excesiva. Esta decisión se justifica a partir de lo que Cantet quiere hacer ver al espectador, un joven que representa a una juventud confusa y perdida en la sociedad occidental actual.
A esta pesadez narrativa tampoco ayuda su puesta en escena, la cámara parece merodear a través de la acción como un narrador en tercera persona, limitándose a mostrar el avance del relato sin destacar en ningún momento. El sonido a veces sí parece destacar un poco más en ciertas secuencias, pero la apuesta por esta visión formal, aunque interesante, acaba resultando cinematográficamente pobre. Esto deriva que en cuánto la película se adentra en el thriller, dónde estos recursos pueden ser más explotados, no se ha establecido un previo interés en su puesta en escena y no conecta con el espectador.
Cantet se centra más en poner de relieve una serie de temas y reflexiones en torno a la sociedad occidental. Su visión sobre cómo la tecnología está relacionada con la vida cotidiana de la juventud, y cómo a través de ésta puede fomentarse la ignorancia: sea por el consumo de videojuegos (un tema algo quemado ya), o el acceso a vídeos de ultraderecha y terrorismo que pueden captar adeptos entre los adolescentes. Hay múltiples temas secundarios, explotados sobre todo en las reuniones de escritura, dónde se habla de la violencia, la creatividad o qué es el arte.
El taller de escritura permanece en la memoria cómo una curiosa película dónde se debaten temas de gran interés e importancia sobre la actualidad, que reflejan la sociedad común europea y la diferencia de clase social (más aún siendo en La Ciotat, una ciudad con un pasado obrero muy potente); pero cuyas imágenes y sonidos no logran ahondar en el espectador.