Cuentos de Tokio (Tōkyō monogatari, 1953) de Yasujiro Ozu

Cuando crezca
la hierba sobre mi sepultura,
sea esa la señal para que me olvidéis del todo.

La naturaleza nunca se acuerda,
y por eso es bella.

Y si tenéis la [enfermiza] necesidad de interpretar
la hierba verde sobre mi sepultura
decid que continúo verdeciendo y siendo natural.

Fernando Pessoa

Hace un par de veranos emprendí un viaje a Japón que marcó un antes y un después en mi vida. Aproveché para visitar a modo de peregrinaje cinéfilo la tumba de Yasujiro Ozu, que a pesar de haber fallecido en Tokio, se encuentra en Kamakura, una pequeña ciudad que destaca por su tranquilidad y por conservar uno de los más impresionantes conjuntos de templos y santuarios de todo el país. Resultaría extraño imaginarse hoy en día a Ozu enterrado en una ciudad como la actual Tokio.

En una primera instancia resulta bastante complicado orientarse y buscar su tumba sin indicación alguna entre tanta reliquia, pero para futuros peregrinos, doy una pista de la cual yo no disponía entonces y que hubiera agradecido: hay que buscar la tumba que tenga a su alrededor más botellas de alcohol. Desde hace muchos años, muchos cinéfilos acuden a su tumba y le dejan en ofrenda licores de todo tipo debido a su alcoholismo en vida, como hizo también en su día el propio Guerin en sus correspondencias con Mekas.

En su tumba predomina el símbolo  無 (Mu) que significa la nada, el vacío, la ausencia como componente de la naturaleza. Se trata de un famoso köan, que en la tradición zen, consiste en un problema que el maestro plantea al alumno para comprobar sus progresos. Muchas veces el kōan parece un problema absurdo, ilógico o banal. Para resolverlo el novicio debe desligarse del pensamiento racional común para así entrar en un sentido racional más elevado y así aumentar su nivel de conciencia para intuir lo que en realidad le está preguntando el maestro, que trasciende al sentido literal de las palabras.

El famoso kōan Mu es como sigue:

Un monje preguntó a Zhaozhou, un maestro zen:

-«¿Tiene un perro la naturaleza de Buda o no

Zhaozhou respondió:

Mu«.

Algunos maestros budistas sostenían que criaturas como los perros tenían naturaleza de Buda. Otros, que no la tenían. La respuesta de Zhaozhou se interpreta como que esa clase de pensamiento categórico es un delirio. En otras palabras, tanto «sí» como «no» son a la vez correctas e incorrectas.

Tumba de Ozu en Kamakura. Foto de Rubén Seca.

Hasta entonces, cuando me preguntaban cuál era mi película favorita de la historia del cine, mi respuesta era Cuentos de Tokio. Pero ahora, si me preguntaran si Cuentos de Tokio me parece la mejor película jamás hecha, probablemente mi respuesta sería también: «Mu».

Es complicado ponerse a escribir sobre una película como Cuentos de Tokio de la que tanto se ha escrito y hablado ya. Todos tenemos películas con las que conectamos especialmente por diversos motivos personales. En mi caso, conecto con Ozu en general, pero especialmente con esta película, porque aborda los temas que a mí también me conciernen más como cineasta, como son la muerte, la vejez, la soledad, la familia y la memoria, aunque él lo hace con una sensibilidad y maestría que logran que me conmueva cada vez que la veo. La habilidad de Ozu de transformar algo cotidiano en algo tan extraordinario y universal, con una aparente sencillez fílmica que es paradójicamente tan compleja, es lo que le ha sentado en el olimpo de los grandes cineastas. Su estilo es tan marcado que está incluso por encima de las historias que cuenta, como sucede con otros grandes cineastas como Bresson o Béla Tarr, por citar algunos. Y de allí que hasta cuando repite en distintas películas los argumentos con tan solo pequeñas variaciones, nos logre hipnotizar cada vez.

No obstante, hay que tener en cuenta que antes de realizar esta obra maestra en 1953, a la que habían ya precedido algunas otras, Ozu había realizado ya 43 películas previamente. En su etapa inicial realizó una gran cantidad de películas, muchas de ellas por encargo, llegando a filmar en sus primeros años unas 5-7 películas anuales, donde todavía no tenía definido su estilo tan particular. Cogió oficio a base de prueba y error hasta adquirir la maestría que le define y por la cual se le recuerda. La mayoría de sus películas iniciales se perdieron, -17 concretamente desde sus inicios en 1927 hasta 1936-, por lo que ni siquiera tenemos acceso a saber como fueron sus primeras 7 películas que realizó como director, previas a Días de juventud de 1929, la primera suya que se conserva.

Lo valuoso en la filmografía de Ozu es que a pesar de haber sido movilizado al frente de Manchuria dos años, en 1937, y de haber resultado preso medio año en la fase final de la Segunda Guerra Mundial en 1945, es que mantuviera y fuese perfeccionando progresivamente este estilo particular suyo, sin salirse de las temáticas habituales costumbristas e íntimas, más aun cuando predominaban a su alrededor películas de época, bélicas, épicas, jidaigeki, etc. Sus experiencias de aquel tiempo no quedaron reflejadas en película bélica alguna, pero están muy presentes en las conversaciones que los veteranos ya envejecidos mantienen en sus obras de los 50 y 60, en las tabernas tomando sake.

Con el tiempo, los padres y los hijos se alejan, dice Noriko, uno de los personajes más simbólicos en la filmografía de Ozu, presente en su fabulosa trilogía entorno a ella, de la cual Cuentos de Tokio forma el último filme de la misma. Esta frase resume el tono de emoción contenida y resignada aceptación que distingue a la película, y a gran parte de la obra del director nipón. Más todavía, cuando sabemos que Ozu nunca llegó a separarse de su madre y vivió con ella hasta el final de sus días, falleciendo ella solamente un año antes que él. Totalmente simbólico su acto de resistencia en vida, a uno de los temas principales en gran parte de sus filmes.

Ozu, que llevaba siempre consigo a los rodajes todo un juego de atrezzo personal que distribuía por las escenas de los interiores de las viviendas, repitiéndolos película tras película, cuidaba hasta el más mínimo detalle cada composición. Para él, esto era lo que lograba insuflar vida al espacio y especialmente a los personajes, logrando que los mismos más que estar en la escena, parezca que existan. Incluso tenía muy estudiada la arquitectura en sus películas, y la distribución de los espacios en sus interiores, como modo de representación y expresión de los personajes, que apenas exteriorizan sentimientos, si no es en situaciones muy concretas. De ello habla Marta Peris en su reciente publicación de La casa de Ozu, donde hace una novedosa aproximación a la filmografía de Ozu a partir de un estudio del uso de la arquitectura en sus filmes.

El rasgo principal de Ozu, al que acuden la mayoría al hablar de su cine, es su particular forma de filmar prácticamente siempre a ras de suelo, colocando la cámara a la altura en la que se sientan los personajes en el tatami. Una forma de conceder al espacio también una dimensión distinta. Cualquiera recuerda esos pasillos vacíos rodeados de shojis o puertas correderas, por la cual transitan personas, una vez ha visto una película de Ozu. En Cuentos de Tokio, la cámara parece estar situada siempre en el sitio idóneo, y no hay un solo plano que sobre. Pero esta forma de colocar la cámara en el suelo prácticamente, que parece ser totalmente coherente para filmar la sociedad y costumbres japonesas tradicionales que transcurren a esa altura mayoritariamente, Ozu la descubrió por casualidad, o mejor dicho, por una necesidad técnica. Gracias a las traducciones de sus intervenciones en revistas, periódicos, etc de su época, en el maravilloso libro publicado hace año y pico, titulado La poética de lo cotidiano, hemos podido descubrir mucho más sobre él, su forma de entender y hacer cine, y algunas anécdotas interesantes que desmontan muchas teorías que se había hecho sobre él y sus películas, que resultan graciosas. Allí descubrimos, en palabras de Ozu, que la primera vez que puso la cámara a esa altura, fue por una necesidad técnica para solventar unos problemas con unos cables. Pero al probarlo debido a estas circunstancias, le gustó, y a partir de allí fue perfeccionando dichos tiros de cámara a ras de suelo hasta darle el sentido que terminaron teniendo en películas como ésta. Lo curioso es que su marca estilística más característica surgiera de este azar.

Además, si la memoria no me falla, Cuentos de Tokio tiene un único movimiento de cámara en todo su metraje. No obstante, al igual que sucede con la posición de cámara a ras de suelo, Ozu da allí también una explicación al respecto que desmitifica un poco lo que se suele escribir sobre él:

“Puede que yo tenga una forma un tanto extraña de ser riguroso. Los movimientos de cámara, si le digo la verdad, a mí me gustan. Pero las escenas en las que me gustaría usar un movimiento de cámara dependen, en la práctica, de lo que permiten las instalaciones. Para hacer un movimiento de máquina, como sabe, hacen falta muchos equipos, carritos, vagonetas… si uno no consigue tenerlo todo perfectamente dispuesto, el efecto que se quiere obtener con el movimiento de cámara no se consigue. Por ejemplo, si utilizo un movimiento de cámara y la cámara da tumbos, la imagen se tambalea y la escena no da sensación de estabilidad. Entonces me digo que es mejor recurrir únicamente a los cortes. Si lo mira desde un determinado prisma, es una cuestión relacionada con la calidad de los aparatos. Si pudiera hacer el cambio de posición sin problema utilizaría el movimiento de la cámara en muchas más ocasiones.”

Cabe recordar además que Ozu, que no hizo su primera película sonora hasta 1936, tenía fama de ser bastante conservador en ese sentido, pero descubrimos de una entrevista de 1935 que él hubiera querido rodar con sonido mucho antes de haber tenido la oportunidad. A fin de cuentas, fue un hombre de su tiempo, e imagino que sufrió de los retrasos y problemas técnicos que padeció su país a nivel de industria, y como perfeccionista que era, prefería simplificar y adaptarse a lo que tenía a su alcance para hacer sus películas en las mejores condiciones en las que resultaba factible en cada momento de su carrera. Lo mismo le sucedió con el color, el cual tardó también en incorporar y usar.

Pero volviendo a Cuentos de Tokio, que reúne prácticamente todas las características que definen el estilo, estética y planteamiento cinematográfico del Ozu trascendental, como apodó en su tesis Paul Schrader, lo mágico de estas películas es que logra hacernos conectar y emocionarnos con personajes mayoritariamente contenidos de por si, sin recurrir en ningún momento a un solo primer plano. Y cuánto logra transmitir no obstante desde esa distancia en la cual situa al espectador, ofreciéndole solamente planos medios cuando encuadra a personajes de forma individual para enfatizar más en ellos. Y como con esa economía de planos, sintentizados al máximo en lo que a cantidad se refiere, logra construir ideas y sentimientos que cogen tanta fuerza, con aparentemente tan poco.

Un ejemplo claro es como resuelve con tan solo estos dos planos la marcha de Noriko al final, con un sonido en fuera de campo, y el personaje de una de las hijas asomándose a la ventana tras consultar la hora para observar un tren que parte. Una escena cargada de emoción contenida.

La película retrata como pocas lo que es la condición humana, la relación familiar y el egoísmo hacia los progenitores. Una película muy actual si lo pensamos bien, donde la mayoría manda a los ancianos a residencias o se desentiende de ellos en general. Por eso resulta tan simbólico e importante el personaje de Noriko, que a pesar de ser la única que no tiene una relación sanguínea con los ancianos, y estar viuda de uno de sus hijos, sea la que más cariño y tiempo les dedica, sacrificando incluso parte de su salario a cambio, en contraposición a uno de sus hijos que antepone el trabajo a cuidar a sus padres en su espontánea visita. Ozu se refleja en ella, como humanista que era.

Desde que se implantara en Japón uno de los principales modelos neoliberales del planeta, el trabajo es uno de los pilares principales de la sociedad japonesa, a la que dedican prácticamente todo su tiempo, incluso horas extras que hacen sin cobrar con orgullo por el bien común. No obstante, esa mezcla de sentimiento colectivo y respeto hacia lo que es de todos, en contraste con el modelo neoliberal que promueve el individualismo absoluto, es lo que hacen de Japón un país tan peculiar y sorprendente, difícil de catalogar. Y lo interesante es que los orígenes de esta actualidad de Japón quedaron reflejados en cierta medida en las películas de Ozu de los años 50 y 60, donde se empezaba a gestar. En cualquier caso, creo que a cualquiera de nosotros nos cuesta imaginar que en caso de recibir nosotros la visita de los viejos tras bastante tiempo sin verles, dado que viven en una ciudad lejana, en vez de pasar tiempo con ellos, decidiéramos mandarlos a un spa.

Ozu fue debido a ello uno de los cineastas más importantes de su momento, por hacer un tipo de crítica social en sintonía con su época, que fue además evolucionando junto a él como persona a lo largo de su filmografía, a partir de pequeñas películas íntimas que se convirtieron en gigantes cinematográficos. Un cine melancólico que te acerca a las heridas del alma que no se ven, pero que se sienten. Un tipo de cine contemplativo y relajado, sin demasiadas sorpresas, que te invita no obstante a mirar y escuchar en silencio, haciendo que todo se deslice suavemente hacia esa parte de tí donde se encuentra la emotividad. Donde hace magia la poética de lo cotidiano. Donde se respira y palpa el tiempo pasado.

Para finalizar, me gustaría recordar que Setsuko Hara, fallecida en 2015, la musa de Ozu y la elegida para interpretar a Noriko, curiosamente se retiró en 1963 tras la muerte de Ozu, a sus 42 años. Apenas tuvo apariciones públicas desde entonces, y a pesar de que rechazó haberse retirado debido a la muerte del director nipón, lo cierto es que a efectos prácticos, terminó por encarnar en vida la esencia de Noriko. Vivió semirrecluida en su pequeña casa en Kamakura y no llegó a casarse nunca.

Y no se me ocurre mejor forma de cerrar este artículo, que citando a uno de los cineastas más importantes y que representa a su vez más de medio siglo de la joven Historia del cine, que a sus 89 años sigue siendo uno de los cineastas más jóvenes de espíritu, y a quien Ozu admiró en los primeros años que llegó a presenciar de la nouvelle vague. Efectivamente, Jean-Luc Godard:

«Los niños al nacer, o los viejos al morir, no hablan, miran.»

2 thoughts on “Cuentos de Tokio (Tōkyō monogatari, 1953) de Yasujiro Ozu

  1. Muy buen análisis, muchas gracias.
    Acabo de llegar a esta película hace unos días y tu análisis me abre todo su mundo y me da una lectura más completa, que sin pretenderlo y de modo callado, me ha fascinado. Claramente gracias a los elementos que tan bien describes, para mí: un ritmo, no apto para espectadores actuales, personajes cargados de psicología, y la narración de un entorno donde se sublima lo cotidiano hasta elevarlo.

    1. Querido Miguel Angel,

      Gracias por tormarte el tiempo de leerlo. Me alegra ver que te ha gustado y te agradezco tus palabras. Te animo a adentrarte en la obra de este fabuloso director. ¡Un saludo!
      Rubén

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *