El cine es vida: «Paisaje en la niebla” (Theo Angelopoulos, 1988)

Hace unas semanas pude irme de viaje. No el viaje que seguramente estás imaginando. Uno diferente. Entre cuatro paredes, acompañada de muchas personas, delante de una pantalla. Tοπίο στην ομίχλη (Paisaje en la niebla, 1988) me hizo realizar una travesía emocional, y también física, junto a sus dos protagonistas.

Voy a ser sincera desde este segundo párrafo. Hasta hace unos meses no conocía al director griego Theo Angelopoulos, y a día de hoy tampoco lo conozco más allá de haber visto una de sus películas. No obstante, lo que me despertó el visionado del film no ha sido poco. Al ser la primera vez que me enfrentaba a este autor mis expectativas eran difusas. Pero después de salir de la Filmoteca mi percepción se hizo más clara que el agua: madre mía, menuda bestia Angelopoulos.

No he tenido la ocasión de revisionar el film, pero realmente fue una experiencia tan desgarradora que es difícil de olvidar. Tengo secuencias enteras grabadas en la retina, la música aún suena en el fondo de mi cabeza, y mis lágrimas aún no se han secado del todo. Porque aún siendo una pieza demoledora, hay en ella un aura mágica evidente que abraza todo el metraje y que todavía no ha abandonado mi cuerpo.

La historia narra el viaje que emprenden dos hermanos, Voula y Alexandros, para encontrar a su padre después de que su madre alimentase la esperanza de ambos diciéndoles que este había emigrado a Alemania. Los dos hermanos recorren el norte de Grecia en una Odisea sin billete de retorno. Descubrirán paso a paso lo áspera que puede llegar a ser la vida. Entre nieve, niebla y lluvia irán poco a poco perdiendo la inocencia. Ambos serán expuestos a terrores, pero también a pequeños descubrimientos colmados de luz. Bellos tesoros como pueden ser un trozo de película, una mano que sobrevuela el mar, un árbol en el vacío, el primer amor o una melodía interpretada por un violinista en un recóndito restaurante.

Voula y Alexandros luchan sin mirar atrás impulsados por la esperanza y la necesidad de aferrarse a algo. La ilusión y la fe los mueven. No se detienen, no pueden. Es el movimiento uno de los personajes protagonistas en esta pieza. Los niños avanzan pero la dirección a veces parece torcerse. Siguen adelante pero no sabemos hasta qué punto están desviándose. Lo significativo es que aún y los obstáculos no frenan ni para llorar. Ambos irán mostrando cada vez más atisbos de madurez. Pensamientos cada vez más adultos. Gracias a unas cartas que mentalmente escriben, podemos conocer lo desolados y a la vez esperanzados que están. No cabe duda de que el viaje que hacen físicamente es insignificante en comparación con el periplo que emprenden hacia el interior de ellos mismos.

Me parece muy curioso como una película tan poética y onírica es a su vez tan real y cruda. Parece que es todo un cuento bañado por frustraciones y obstáculos… Emprenden el viaje solos y nunca lo estarán del todo. Al principio tienen unas preguntas, pero a medida que avanzan tendrán más. Angelopoulos nos obliga de alguna manera a hacernos preguntas nosotros también. Tengo la impresión de que introduce muchas ideas que no acabará de desarrollar. Entre la neblina que presenta el film no podía obviar preguntarme continuamente: ¿Cuándo esclarecerá todo?

Todas estas cuestiones están inundadas por elementos surrealistas y simbolismos que me pregunto hasta qué punto tienen un significado estricto.  Están puestos ahí por una razón, pero expuestos a múltiples lecturas. Por ejemplo la mano que sobrevuela el mar. O el caballo agonizando delante de una boda. O incluso los habitantes de un pueblo paralizados mirando al cielo mientras cae la nieve.

Mientras veía el film no podía parar de pensar dónde queda la palabra cuando se puede decir tanto con un silencio. Hay una secuencia en concreto que me dejó sin aliento. Ya hacia el final de la película los hermanos están en una playa acompañados por Orestes, un joven miembro de una compañía de teatro ambulante. El muchacho, que tiene una gran presencia durante toda la película, baila junto a Voula, quien esconde una terrible experiencia. A Angelopulos no le hace falta explicarnos lo que siente Voula, no juega con arrebatos melodramáticos, no nos muestra un primer plano en ningún momento. Y aún así en la contención, en el silencio y en la dilatación del tiempo está el enternecimiento y la agitación. A mitad de metraje ya vamos cargando con los protagonistas emociones que nunca acabarán de florecer del todo. Qué doloroso es observar a Voula sabiendo lo que ha vivido y no poder saber lo que medita en su interior.

Paisaje en la niebla está marcada por una estética visual muy interesante. Los paisajes juegan un gran papel. Las secuencias tienen lugar en espacios abismales, sin horizonte, sucios, grises y solitarios. Hubo momentos en que incluso yo podía sentir la desolación y el frío en mi piel. Que las escenas fueran de larga duración me obligaba a sentir que no podía ni parpadear. Angelopoulos tiene una gran capacidad de crear imágenes potentes con una riqueza visual inusual.

Tengo la impresión de que el director tenía una sensibilidad atípica muy característica. Me pregunto si el trozo de película que guardaba con tanto cariño Alexandros no deja de ser una metáfora de lo que guardaba Theo Angelopulos en su interior. Creo que la elección de que la imagen del Árbol esté en un trozo de película y no en una fotografía es más significativa de lo que parece. Quizás el director buscaba en el cine, igual que los niños en Alemania, algo de esperanza. Quizás el árbol es el padre para Voula y Alexandros. Pero quizás el árbol es el cine para Angelopoulos. Y el árbol, desde tiempos inmemorables, ha sido siempre símbolo de vida.

Ergo el cine es vida.

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