La naturaleza online del festival de cine joven europeo Artekino Fest, celebrado durante el mes de diciembre, invita a reflexionar sobre la súbita transformación de la experiencia cinematográfica. Si bien es cierto que la pandemia ha obligado a algunos de los festivales más importantes del séptimo arte a adaptarse a nuevos modelos de consumo que les permitan seguir existiendo cómo ventanas de exhibición, esta mutación siempre ha sido vista como algo temporal, un reflejo, un repliegue, una respuesta acorde al más puro instinto de supervivencia. Sorprende, sin embargo, como el certamen en cuestión, estrenado en 2016 (años antes de la pandemia), lleva tiempo celebrándose bajo los códigos de la digitalización; haciendo uso del espacio virtual con la intención de democratizar la diversidad cinematográfica europea a través de filmes que podrían tener dificultades para estrenarse en otros canales de distribución dada su condición más o menos autoral y primeriza, además de hacerlo de manera pública, ofreciendo acceso de manera gratuita a todas las obras en competición.

En esta sexta edición, además de poder disfrutar de doce películas muy diversas, en una selección en la que predominaba el cine dirigido por mujeres (75%); con una gran variedad a nivel territorial; destacando la  presencia de películas del este de Europa, he tenido la oportunidad de participar, por primera vez, como parte del Jurado Joven.

Dentro de lo difícil e innecesario que me ha resultado siempre tener que señalar las películas cómo buenas o malas; peores o mejores, tengo que reconocer, ante todo, que ésta ha sido una experiencia positiva, de la que he aprendido y me ha servido para desarrollar mi pensamiento crítico. No obstante, en términos generales, he sentido una considerable desconexión con la mayoría de los filmes propuestos por el festival, no sé si por una cuestión de expectativas, falta de contexto y distancia que mantenía con algunas obras, o tal vez por el tono promocional que se desprende de la propia selección. Sea cómo fuere, he percibido una falta de identidad en cuanto a la línea editorial del festival. Realmente ninguna película tenia nada que ver con la otra y, a pesar de ser este un halago para cualquier competición, la mezcla de producciones de carácter más televisivo como Call me Marianna de Karolina Bielawska o Inner Wars de Masha Kondakova en clave de documental o ficciones cómo Sami, Joe and I de Karin Heberlein, LOMO: The Lenguage of Many Others de Julia Langhof; con obras de mayor recorrido en festivales como Uppercase Print de Radu Jude, Oasis de Ivan Ikić o la ganadora del premio Jurado Joven Nocturnal de Nathalie Bianchiere, entre otras, determinaban una lista excesivamente dispersa. En ese sentido, también me han faltado algunas directrices por parte de la organización para determinar en base a qué criterios debían valorarse las obras en competición.

Nocturnal de Nathalie Bianchiere

Sin embargo, fue muy interesante participar en la reunión online con el resto de los miembros de Jurado Joven, conocer mínimamente sus gustos y elegir la ganadora: Noctural. La película de Nathalie Bianchiere es una Opera prima con una atmósfera tensa y compleja motivada por los conflictos que se desprenden de la incomunicación masculina. Su elección estuvo muy reñida con Jiyan de Süheyla Schwenk, una claustrofóbica historia de una pareja de refugiados sirios acogidos por unos familiares de una generación anterior en su apartamento de Berlin. En ella la directora juega a teatralizar el espacio del hogar convirtiéndolo en una fortaleza, o tal vez una jaula que protege pero, al mismo tiempo, castiga a su protagonista.

Jiyan de Süheyla Schwenk

Más allá de las diferencias a la hora de elegir el Palmarés, me resultó muy inquietante ver como a cada miembro del jurado le habían fascinado obras completamente distintas. Tal variedad de gustos y opiniones me hizo pensar, como decía al inicio de este artículo, en la enorme individualización de la experiencia cinematográfica hacia la que nos precipitamos. Realmente cada miembro del jurado, y de la misma manera los espectadores, hemos vivido un festival diferente. Cada uno ha visto las obras en unas pantallas y unos momentos distintos; cada uno desde su país y con sus propios condicionantes; seguramente en sus casas, con sus vidas sucediendo alrededor.

En este sentido, merece la pena destacar Wood and Water de Jonas Bak, una obra a medio camino entre el documental y la ficción que (además de ser una de mis favoritas), habla elegantemente y tal vez sin quererlo, sobre la perdida de uno mismo, la soledad y el fin de las relaciones humanas tal y cómo han sido comprendidas hasta ahora, frente a un mundo globalizado y tardocapitalista que no somos capaces de entender, pero al que tampoco estamos dispuestos a renunciar. Todo a través del viaje, o más bien el tránsito, de una mujer mayor en busca de un hijo con el que jamás se podrá reencotrar.

Wood and Water de Jonas Bak

Es cierto, y así queda retratado, que vivimos en la época de lo inmediato. La tecnología ha transformado la manera de relacionarnos,  y también la manera como sentimos. Vivimos, narramos y vemos nuestras historias desde un territorio distinto, nos hemos visto trasladados a un lugar donde las posibilidades de crear y consumir ficción se multiplican exponencialmente, demostrándose infinitas, al mismo tiempo que los contenidos se particularizan. Sin embargo, cabe preguntarse cuales son los peligros de que el cine deje de ser una experiencia compartida.

Por último, me gustaría agradecer la amabilidad del festival por mantener la invitación a París para el futuro, por no haberse podido celebrar la gala de entrega de premios prevista para el pasado 31 de enero. Y, por consiguiente, de brindarnos la oportunidad de seguir viviendo el cine más allá de las pantallas.

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