Víctor Gaviria, el poeta del barrio

Víctor Manuel Gaviria es uno de los nombres más importantes del cine colombiano. Con un estilo visceral y neorrealista se ganó el corazón de un país que al ver sus películas parecía ver un espejo de su realidad.

Con su primer largometraje, Rodrigo D, no futuro (1990) —Título que evoca al Humberto D. (1952) del neorrealista Vittorio de Sica— se ganó una nominación a la Palma de oro en el festival de cine de Cannes. Una película de un realismo degradado, impresionante, con un ritmo trepidante de principio a fin y una variedad de personajes que, a pesar de tener poco tiempo en pantalla, llegamos a reconocer por completo. El escenario es el Medellín de los años ochenta, sus “comunas” o barrios populares inundados por una violencia que crece con los jóvenes que la perpetran. Niños traficando drogas en las escuelas primarias, adolescentes que no encuentran un sentido a la vida y arriesgan su vida por robar una motocicleta, o simplemente se involucran en peleas con cuchillos en sus momentos de esparcimiento, esta es la realidad latente en la película. Pero también lo es la conmovedora historia de Rodrigo, un joven que, rodeado de este ambiente, e involucrado en estas dinámicas, encuentra un espacio de paz en la música Punk y sueña con ser baterista algún día.

            Más allá del interés que sin duda alguna genera la película, ya como relato dramático, ya como reporte antropológico, en su manufactura encontramos también un gran mérito. El filme, que pretendía retratar la realidad de estos jóvenes marginados no podía ser interpretado -según Gaviria- por actores de estudio. Es por ello que todos los intérpretes son actores naturales y en las locaciones correspondientes. Y es acá dónde la figura de Víctor Gaviria empieza a tomar mayor fuerza; la historia ocurre en las comunas de Medellín, barrios atravesados por la violencia a todos los niveles, y con la colaboración de los residentes. Los actores se interpretan a sí mismos con una naturalidad increíble, que es alcanzada tras meses de ensayos y mucha preparación. Y es que Víctor Gaviria no imagina mucho, como él dice, sino que investiga. Su trabajo entonces se convierte en el de un cronista, o un periodista, construye sus películas a través de testimonios de vida y nutriéndose del relato del grupo de personas en las que está interesado.   Es por ello que en su filmografía podemos disfrutar de apenas cuatro largometrajes, aún cuando el primero llegó a la gran pantalla en 1990. Sus películas son procesos muy largos, muy lentos, no solo por la naturaleza de su voluntad, que es retratar la vida de un sujeto o grupo específico, sino por que las vidas conflictivas de los intérpretes siguen después que acaben los créditos de la película y acaban afectando el rodaje. Así es como entre sus anécdotas podemos encontrar mil inconvenientes para continuar con las películas, porque tal o cual actor ha sido asesinado por un ajuste de cuentas durante el rodaje, o preso por delito de hurto a mano armada. Entonces el cine trasciende la misma realidad y la diferencia entre realidad y ficción se difumina; no solo ha muerto el personaje, ha muerto el actor.

            Esta fue la realidad de algunos de los colaboradores de Gaviria, pero también lo fue el descubrimiento del arte para otros. Gaviria descubrió y lanzó a la industria a varios actores que luego se convertirían en íconos del cine y la televisión colombiana, como Ramiro Meneses, protagonista de Rodrigo D, no futuro, un joven de diecinueve años que se dedicaba a tocar punk en los barrios bajos de Medellín y dio vida a uno de los personajes más icónicos del cine colombiano. Ahora es reconocido como uno de los mejores actores colombianos y es maestro de interpretación. O Fabio Restrepo, a quien Víctor conoció en un taxi, que el mismo Fabio conducía, y luego hizo parte de su tercer largometraje, Sumas y restas, un relato crudo sobre el narcotráfico en los años 80 en Colombia. Fabio tuvo después una suculenta carrera en televisión.

Rodrigo D. No futuro de Víctor Gaviria

            Este cóctel de estilos y corrientes que tiene Gaviria puede acaso explicarse por dos fases o influencias importantes en su vida:

La primera es su etapa anterior al cine, donde, por un lado, estudió psicología en la Universidad de Antioquia, y por otra parte se dedicó a la poesía, tras abandonar su carrera universitaria. Siguiendo sus pasos, nos encontramos con un interés inicial en las personas y sus conflictos, con una intención de, a través de la psicología, llegar al alma del individuo y ser un apoyo. Pero este enfoque pronto da una vuelta, y Gaviria se dedica a buscar esa esencia, no en una consulta médica, sino en los versos y sus lectores. Así, escribe bellos poemas que ya dejan intuir el tono que tendrá su obra cinematográfica. Poemas nostálgicos que versan sobre la infancia y el inevitable paso del tiempo en la cotidianidad de los barrios de clase media de Medellín, y que de alguna manera logra contrastar con esa infancia que se vive en las comunas, en medio de una tormenta que termina generalmente antes de salir de la adolescencia, es decir, niños que mueren apuñalados o a tiros antes de llegar a ser hombres. Así, en su poema La luna y la ducha fría dice:

“No podrán gustarte de igual forma los pastos

 de fútbol encendidos como un lento fuego

 ni los colegios femeninos en el Centro

 en casas viejas con un baño de bañera al fondo

 y las muchachas reflejando las pantorrillas

 en el espejo de las baldosas

 Nada de ésto te gustará igual

 sino más hondo

 donde no hay ya gusto ni disgusto

  sino más hondo donde las cosas brillan con un

 fuego interior

 o son terriblemente negras”

“(…) El agua sucia

 también suena a agua 

Delicioso!

Poemas que encuentran la belleza en la cotidianidad de ese mundo al que Gaviria pertenece. Decir que el agua sucia también suena a agua es un preludio a las películas que más adelante haría: desgarradoras, horribles, pesadillas materializadas, pero en las que encontramos una indudable belleza. Y leer La luna y la ducha fría después de ver sus películas nos convierten en aquel narrador al que ya nada le puede gustar igual.

Víctor Gaviria

            Lo segundo son sus influencias cinematográficas, tan ricas como variadas. De su experiencia como estudiante y las funciones que organizaba el cineclub de la Universidad de Antioquia, nos dice: “Vi a Tarkovsky, Andrei Rublev (…) Y uno salía, hermano, somático del cine, soñando. Y eso que nunca me imaginé que yo haría cine, las veía como espectador” (en entrevista con Marlon Becerra). Una época en la que estaba de moda el Nuevo cine alemán, y del que Gaviria heredaría sobre todo ese ritmo imparable de las películas de Fassbinder; o esa vocación por destruir las líneas entre el documental y la ficción, tan característicos de Werner Herzog; o la violencia de Volker Schlöndorff. Fue ese “contacto con la representación de la vida humana tan directa” lo que lo cautivó. Pero, como parece inevitable, quizás su mayor influencia viene del cine neorrealista italiano, siendo Roberto Rossellini y Vittorio de Sica sus directores predilectos. Y por ahí se cuela la que quizás es su película favorita, nada más y nada menos que Los olvidados, de Luis Buñuel. Un abanico de directores que sin duda nos ayudan a entender el camino por el cuál llegó a su obra.

            Todo ello lo hace un director indispensable dentro del ámbito colombiano e indiscutiblemente hispanoamericano, un director que hay que ver para entender las realidades de Hispanoamérica y cómo estas condicionan el arte que de allí se desprende. El día 12 de diciembre tendremos a Víctor Gaviria en la escuela, y podremos ver Rodrigo D. No futuro, su primer largometraje, a las 10:00h. Posteriormente en la Filmoteca de Catalunya a las 20:00h se proyectará su segundo largometraje e La vendedora de rosas (1998).

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