D’A 2024: Sobre una concha, dos piedrecitas y el gilipollas de Andrew Tate

Días 1 y 2

Hace dos años asistí por primera vez al D’A Film Festival, en su edición de 2022. Aquel fue, a su vez, el primer festival de cine al que tenía la oportunidad de asistir como prensa. Y era, además, mi primer año estudiando dirección cinematográfica en la ECIB. Ahora escribo esto acabando la carrera, y supongo que es imposible no echar la vista atrás. Recuerdo con cierta vergüenza lo nervioso que crucé las puertas del Hall CCCB, y las eternas dudas acerca de qué hacía allí. Aguardando en la cola, miraba a mi alrededor con ojos inocentes e impresionables, esperando a que llegase mi turno. Esta vez no fue así. No había cola, y salí de allí al instante. En esta ocasión, la acreditación era de color azul y rojo, en vez de amarilla. La magia de descubrir cada sala, el teatro o el auditorio se perdía ahora inevitablemente.

Si algo recuerdo de aquella edición es la sensación de descubrimiento. Cada día era un hallazgo, el encontrar a nuevos cineastas a los que seguir y películas para recordar. Me alegra constatar que todo ello permanece tras este tiempo, así como la agitación una vez apagadas las luces, la inquietud durante ese preciso instante en el que te fundes en la oscuridad y la pantalla se ilumina.

Mi viaje este año comenzaba con Aki Kaurismäki. Un cineasta que ha vuelto a estar en boca de todos tras el estreno de Kuolleet Lehdet (Fallen Leaves, 2023), que logró acercarlo a las nuevas generaciones. No fue mi caso. Si bien hacía años que quería adentrarme en su cine, por un motivo u otro nunca llegaba su momento. Probablemente comenzar su filmografía viendo la serie de cortometrajes y videoclips que dedicó a los Leningrad Cowboys sea una puerta de entrada bastante atípica y que poca gente recomendará, pero acabé cautivado ante ellos. Ese grupo de música inventado que se muestran con tupés y calzan zapatos aún más puntiagudos que sus peinados, nos sacó más de una sonrisa a la sala.

Leningrad Cowboys

Hablar de un cineasta del que se han escrito mil y un artículos y ensayos a lo largo de las últimas décadas, poco o ningún sentido tiene, pero sí me gustaría comentar un detalle: su cercanía al cómic.

Fue durante la proyección de Leningrad Cowboys: Those Were the Days (1992) la primera vez que lo pensé. Tras una breve cartela en la que se lee “París 1994”, la primera imagen del cortometraje es un plano general de la Torre Eiffel, para acto seguido montar un plano de uno de los integrantes de la banda con la cabeza alzada, contemplando el monumento con el tupé hacia arriba. El gag, la construcción del chiste, proviene del paso de una imagen estática a otra, no de la palabra. Es entender el poder de la imagen y, ante todo, del montaje. Pero lo que realmente me fascinó fue ver cómo trabajan estos dos elementos cinematográficos tratados como si fueran una viñeta y, aún por encima, una tira cómica.

Esta idea, que puede pasar inadvertida, se reafirma tras la proyección de Leningrad Cowboys Go America (1989), que pudimos disfrutar al día siguiente cerrando el ciclo musical dedicado al finlandés. Más en concreto, se percibe al prestar atención a su estructura narrativa. Las secuencias, antecedidas siempre por una cartela de presentación, son construidas a través de pocos planos, mostrando acontecimientos tan breves y anecdóticos que casi parecen un sketch. Sus propios personajes pertenecen al mundo de la caricatura. Vemos pequeños episodios que terminan por trazar la aventura, una experiencia que se siente cercana a leer un álbum europeo, conformado por tiras de prensa dibujadas a lo largo de las semanas y recopiladas finalmente en apenas 48 páginas. Tratándose de una película sin un guion escrito y cuyas escenas se iban filmando sobre la marcha sin un rumbo claro, la comparación no puede encajar mejor.

Pero lo mejor de aquella proyección fue poder escuchar en persona a Alejandro G. Calvo. El director del festival, Carlos Ríos, le presentaba como uno de los mejores comunicadores del país, y añadía que ojalá algún día pueda llegarle al público de la misma manera en que solo él hace. Y creo que ante eso sobra cualquier palabra.

Una vez acabada la película, Alejandro junto a Joan Pons, Eulàlia Iglesias y Philipp Engel realizaron en directo un nuevo programa para Tarde de Perros, esta vez dedicado a diseccionar la obra y figura de Kaurismäki. Si todavía no lo habéis hecho, más vale que escuchéis su programa antes que seguir leyendo este texto.

Día 3

Empecé la mañana al margen del festival viendo Jauja (2014), de Lisandro Alonso. Una película que me atrapó, con su sentido del espacio y el paisaje herederos de Herzog o Ford. Aunque su mayor influencia es, ante todo, el western gaucho. Desarrollándose en las mismas raíces de la Pampa Argentina, encontramos la figura del forastero perdido en un entorno que lo atrapa y consume. Y, sobre todo, su cercanía a la literatura de Antonio Di Benedetto, en esa suspensión de la narrativa y el ritmo. La espera como algo inherente a la vida.

Tres horas después me encontraba en la sala, impaciente ante lo nuevo del director. El inicio de Eureka (2023) es toda una maravilla que enamorará a cualquier entusiasta de Jauja, presentando de nuevo un western que viene a continuar aquella historia, reencontrándonos casi diez años después con Viggo Mortensen. Pero a los veinte minutos de duración, con un solo plano la película toma su primer giro, trastocando a cualquier espectador de la sala. Y, con ello, desvelando lo verdaderamente interesante de esta nueva propuesta: el saltar a otro tiempo y espacio. Alonso decide romper con lo establecido, con lo esperado por el espectador ya acomodado. Empezamos viendo un western clásico para continuar con un thriller contemporáneo y, finalmente, acabar perdidos en el Amazonas. Tres historias separadas pero unidas entre sí. El tiempo es ficción, y no lo digo yo, lo dice uno de los personajes durante el último acto. Y si el tiempo es una construcción ficticia, solo nos queda el espacio. Un espacio colonizado, violentado y saqueado por fuerzas externas a las que la naturaleza tendrá que confrontar, ya sea expresada a través de la densa nieve o el calor asfixiante amazónico. Alonso presenta un tríptico que dialoga entre sí, para a su vez dialogar con el resto de su obra y continuar con las semillas ya plantadas en Jauja, que aquí germinan.

Nada más salir, entraba rápidamente a lo nuevo del siempre presente Hong Sang-soo. Este año tocaba Woo-ri-ui-ha-ru (Nuestro día, 2023) que acabó siendo una de sus películas más sinceras hasta la fecha. Presenta dos relatos separados entre sí, uno protagonizado por Kim Min-hee y otro por Ki Joo-bong, pero que de alguna manera van de la mano y acaban confluyendo en un canto a la vida, al respirar y, cómo no, al beber y fumar.

Sang-soo pone en práctica un tipo de realismo único en sí mismo. Le quita importancia a la imagen para, a su vez, otorgarle toda su fuerza. Puede parecer una incongruencia, pero al desproveer a la imagen de cualquier elemento cinematográfico tan solo nos queda la palabra y quien la dice, y es ahí donde la verdad se asoma, en esos largos planos en los que solo beben, ríen y juegan a piedra, papel, tijera.

Nuestro día de Hong Sang-soo

Muy a la par de Bamui haebyun-eoseo honja (En la playa sola de noche, 2017), que hablaba al espectador sobre su relación, aquí vuelven a hacer ese ejercicio de ponerse ante la cámara y mostrarse como ellos mismos. Aunque Sang-soo nunca actúe, sus personajes siempre terminan siendo su alter ego. Y es que llega un momento en el que la distinción entre actor y personaje se difumina hasta borrarse, y ya no sé si a Kim Min-hee le interesa la arquitectura o es solamente a su personaje Sang-won.

En esta ocasión hay un cierto aire mortuorio. Parece ser consciente de su obra y del legado que deja a las nuevas generaciones, otorgando el testigo dentro del relato a una joven aspirante a cineasta que filma su primer documental. La película acaba con él, tranquilo en la azotea preparándose una copa, tal y como estará haciendo en la realidad tras acabar la película y ser consciente de la obra que está dejando al mundo.

Día 4

La tarde se la dediqué por completo a Nu astepta prea mult de la sfârsitul lumii (No esperes demasiado del fin del mundo, 2023), de Radu Jude. Nada más comenzar, se presentaba a sí misma como “una conversación con una película de 1981”. En concreto, con Angela merge mai departe (1981), obra rumana sobre una taxista que recorre las calles de Bucarest en su taxi llevando a distintos clientes. En contraposición nos encontramos en el presente con Angela Raducani, interpretada por Ilinca Manolache, una ayudante de producción que trabaja a su vez como conductora de Uber, en lo que se conforma como un retrato de la cotidianidad de Rumanía en el siglo XXI extrapolable a cualquier rincón del planeta. Capitalismo, sobreexplotación laboral, Ucrania, la muerte de Godard, Tik Tok como vía de escape y, claro, la posibilidad de encontrarse a Andrew Tate por la calle. No esperes demasiado del fin del mundo, porque no solo lo tienes delante de tus narices, sino que llevas viviendo en él desde hace bastante tiempo. Es tan alto el grado de actualidad en su representación que está condenada a caducar más pronto que tarde. Aunque con algo de suerte, dentro de otros cuarenta años, al igual que esta hacía con aquella película rumana, algún loco se atreverá a dialogar con Radu Jude.

Pero lo mejor fue encontrarse con una película que se permite ser, ante todo, una película. Juega como le da la gana con distintos estilos y registros visuales, ya sea con imágenes a color captadas por el teléfono o el ordenador u otras filmadas en 16mm con un blanco y negro saturadísimos. O mi momento favorito, en el que tras un diálogo en el que la prota se queja del estado de las carreteras ignoradas por el gobierno y menciona que hay más tumbas de accidentados que kilómetros en ella, Jude y el montador, Cristutiu, toman la decisión de montar imágenes reales de cada tumba que se encuentra allí en la actualidad, sin olvidarse de nadie, en una escena que dura varias minutos y que te hiela el corazón. O su plano final, que llega a las dos horas de película y se permite ser su tercer acto al completo. Es fascinante ver cómo rompe con la ficción, cómo abandona a su protagonista según como le plazca al relato. Y lo hace no por capricho, sino que capta al espectador ante lo irreverente para, posteriormente, despertarlo con un bofetón y hacerle reaccionar ante lo visto en pantalla. Porque podemos reír con los vídeos de Bobita, pero es terrorífico pensar cómo hemos llegado hasta ahí.

Sí, probablemente mi favorita de esta edición, porque una película que no tarda ni cinco minutos en insultar a Andrew Tate ya me tiene ganado, pero ver cómo le insultan, se mean y se cagan sobre él a lo largo de tres horas no podría hacerme más feliz.

No esperes demasiado del fin del mundo de Radu Jude

Día 6

Esa noche iba a darse uno de los eventos más destacados del festival: Niño de Elche canta el cine mudo. Se trataba de la proyección de La Coquille et le Clergyman (La concha y el clérigo, 1928) y Un perro andaluz (1929), reinterpretadas en directo por el Niño de Elche. Yaza y yo, enamorados del cantante y tras escuchar en bucle durante las últimas semanas Flamenco. Mausoleo De Celebración, Amor Y Muerte, teníamos las expectativas y las ganas de asistir disparadas por los aires. Y voy yo y me quedo sin entrada.

Dos horas antes de comenzar, con toda mi buena fe, fui al mostrador a preguntar si sería posible entrar en caso de quedar algún asiento vacío. Me mandaron a paseo, pero me quedé guardando el sitio a Yaza. Llegó, y al poco abrieron las puertas y nos separamos. Le pedí una foto desde su asiento, y lo que recibí fueron dos mensajes: “Está inflando globitos” y “Está hablando y diciendo que le gustan todo tipo de films”. Decidí esperar a que entrase todo el mundo. Al final de la cola, me encontré con Gerard. Fuimos hablando, hasta que al final me alejé de la entrada despidiéndome con un “Nos vemos dentro si hay suerte”. Fue ahí cuando la muchacha de atrás me gritó “¡¿Te falta una entrada?!”, a lo que respondí histérico “¡Sí!”. Subimos juntos las escaleras, llenos de euforia. Faltaban dos minutos para empezar el espectáculo. Corrí a sentarme al lado de Yaza, en primera fila. Su cara solo fue superada por la reacción del señor de la derecha, que había presenciado todo el percal desde el inicio.

Estábamos justo delante del Niño de Elche, que se encontraba al borde del escenario inflando globos y replicando la misma frase “Me gustan todo tipo de films”. Por los mensajes de Yaza, lo imaginé hablando sobre las pelis que le apasionan para hacer más amena la espera al público, no que se hubiera pasado sesenta minutos de reloj reproduciendo los mismos gestos mecanizados en bucle. Fue ahí cuando comprendí que aquello no iba a ser lo que esperábamos.

El Niño de Elche inflando un globo

Pensábamos ver Un perro andaluz con flamenco en directo, como esas proyecciones con piano típicas de la Filmoteca, pero no podíamos estar más equivocados. Lo que el Niño de Elche había preparado era un espectáculo único, una performance impredecible donde nadie en la sala podía anticipar ningún movimiento. Desde aporrear dos gruesos palos de madera hasta romperlos a golpes, a arrancar las plumas de un plumero con los dientes y masticarlas, o coger una guitarra y darle manotazos que hacían que el sonido se te incrustara en el cerebro.

Ante las imágenes surrealistas de Dulac y Buñuel, filmadas con la intención de remover por dentro, aquella escenografía no podía ser más apropiada. Gritos, golpes, susurros o escupitajos en el escenario, que llevaban al espectador a sentirse dentro de una pesadilla, desprotegido. Salimos con un cúmulo de sensaciones en el estómago, conscientes de haber asistido a algo único.

Al acabar, nos llevamos dos piedrecitas y la concha con la que se golpeó los dientes que había dejado caer sobre el escenario. Ahora están en la estantería, a modo de recuerdo. En la salida esperamos a aquella muchacha, intentando encontrarla entre tantos rostros, pero no dimos con ella.

El niño del Elche

Día 8

Entre los Leningrad Cowboys, el Niño de Elche y Lolo & Sosaku: The Western Archive (2024), ha sido un festival muy centrado en lo musical, pudiendo disfrutar de conciertos tanto en directo como en pantalla. Es el caso del documental Ryūichi Sakamoto|Opus (2023), una de esas obras a atesorar cuyo valor como película trasciende a la imagen, pues Neo Sora filma un archivo único. Podría haber sido un documental contando su historia, introducir imágenes de archivo o filmar al compositor viviendo sus últimos días, pero en vez de eso nos ofrece algo mucho más especial: a Ryūichi Sakamoto dando su último concierto.

Ryūichi Sakamoto|Opus de Neo Sora

Sakamoto sentado ante su piano y una cámara, eso es todo. En un concierto privado e íntimo, entre cuatro paredes, que al encuadrarse entre la cámara se vuelve público, algo a compartir a lo largo del mundo para que pueda ser disfrutado por cualquier generación, en cualquier época y en cualquier lugar. Así lo quería Sakamoto, su intención al encargar esta película era que cualquier persona del mundo pudiese disfrutar de un concierto suyo a pesar de cualquier barrera, incluida la del tiempo que todo lo agota.

Neo Sora lo capta con una cámara que al distanciarse de él, se siente cercana, pero que al acercarse a su figura y su piano, es cuando más alejados de él parecemos. Creemos poder sentirle, que está tocando delante nuestro, para al momento darnos cuenta de que ya no está entre nosotros, como si estuviésemos escuchando su propio Réquiem.

Poder escuchar en directo a Ryūichi interpretar el tema Merry Christmas, Mr. Lawrence se ha convertido en un recuerdo que difícilmente olvidaré. Mi padre siempre lo tarareaba o silbaba, ya no me acuerdo, en aquel viaje que hicimos juntos hace años recorriendo el sudeste asiático. En Navidad siempre decimos de verla juntos, pero los días pasan demasiado rápido y al final nunca lo hacemos. Espero que podamos enmendarlo este año. Y si no, siempre nos quedará su música.

Finalizaba el día con otra película de Hong Sang-soo, Mul-an-e-seo (In Water, 2023). He de admitir que tardé en conectar, pero hubo un momento en el que mi percepción sobre ella cambió por completo: cuando el protagonista comienza a filmar. De nuevo, un alter ego de Sang-soo, haciendo un cine al que no podría interesarle menos la planificación o el guion. Busca, sencillamente, filmar lo que se presenta ante él. La realidad como ente que transfigura la imagen, resultando esta en constante cambio y dependiente de lo que suceda a nuestro alrededor. Y la figura del cineasta como arqueólogo de la cotidianidad.

Saliendo del CCCB, al girar la esquina, me crucé por casualidad con Yoel. Al día siguiente era su cumpleaños, así que fue muy bonito poder cantarle el cumpleaños feliz al marcar el reloj las doce de la noche. Ese mismo día iba a encontrarme con Godard, Tsai Ming-liang y Levan Akin, pero acabaron todos cancelados. Echamos el día juntos, celebrándolo como era debido. Así acabó mi D’A Film Festival, con el plano final de In Water, con su imagen desenfocada.

In Water de Hong Sang-soo

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