Naomi Kawase en Barcelona
Con motivo de la visita de Naomi Kawase a Barcelona para presentar su ciclo en Filmoteca de Catalunya, recupero este texto publicado en 2014 en Viejo Topo que es una parte de mi crónica sobre la 55 edición del Festival de Tesalónica.
El texto parte de la presentación en el Festival de la que en aquel momento era su última película: Futatsume no mado (Aguas tranquilas, 2014) co-producida por Lluís Miñarro. Diez años después Naomi Kawase se ha desplazado a Barcelona para interpretar un pequeño papel en el largometraje que está dirigiendo en la ciudad Miñarro: Emergency exit y presentar su ciclo en Filmoteca.
Empezaba esa parte del texto diciendo que la mayor sorpresa que tuve en aquella edición del festival fue la película de Naomi Kawase: Aguas tranquilas. Sorpresa porque no esperaba mucho de ella y me pareció una muy buena película, con alguna escena excelente.
Con la directora japonesa tenía una impresión radicalmente escindida. Nunca me gustó su cine de ficción y, contrariamente, adoraba alguna de sus piezas, llamémosles documentales, pero también en estas había algún giro que me parecía indigno e indignante.
Creo que nunca conocí a una cineasta que, aprendiendo a hacer cine, hiciera tan buenas películas como las que hizo ella con 23 años. Embracing (En sus brazos, 1992) y Katatsumori (Caracol, 1994) son dos películas conmovedoras en su fragilidad y en su necesidad obsesiva. Dos películas que tantean; que pugnan para intentar descubrir algún porqué; para intentar comprender la herida que ha marcado su vida: ¿Por qué fue abandonada por sus padres y nunca pudo conocer a su padre? Estas dos películas y las otras que les seguirán (Seen the heaven, 1995; Hi wa katabuki, 1996; Sky, Wind, Fire, Water, Earth, 2001; Tarachime, 2006; y Chiri, 2012) se construyen en la tensión entre ese mundo ausente, y la presencia compulsiva de un espacio donde habita la madre adoptiva. Si en un extremo se encuentra la fractura por la desaparición (uno de los temas que se repetirán a lo largo de su filmografía), en el otro se encuentra el temor porque ese mundo presente pudiera también desaparecer. Por un lado, el relato avanza hacia la búsqueda del padre y de ese tiempo que nunca pudo ser; por el otro, a la fijación minuciosa y obsesiva de su entorno para poderlo salvar de la amenaza del tiempo.
Ver esas películas es asistir al milagro de un cine balbuceante, que no sabe todavía qué puede ser, y apenas se aventura a alejarse de su entorno. Pero al mismo tiempo, es un cine que, sin haber madurado, tiene una misión trascendente, tan poderosa y tan ingenua como la tuvieron aquellos que creyeron -cuando las imágenes en movimiento daban sus primeros pasos- que gracias a ellas la muerte dejaría de ser absoluta. En este insospechado encuentro entre fragilidad y titanismo, estas primeras películas de Naomi Kawase son una verdadera revelación. Asistimos al nacimiento de una cineasta, no como algo que se presenta de golpe y ya constituido, sino como algo que va tomando forma, lentamente, ante nuestros ojos. En este sentido, es maravillosa la secuencia que cierra Katatsumori, donde la cineasta pone nombre a las cosas de su entorno, como si con el acto de filmarlas y nombrarlas las estuviera rescatando del caos o salvaguardándolas de su extinción.
A medida que avanza su filmografía, va ganando protagonismo su madre adoptiva, una mujer anciana a la que veremos envejecer hasta llegar a los 90 en Tarachime (Nacimiento y maternidad, 2006). Una película en la que la directora tiene pleno dominio de los recursos cinematográficos. Previamente había dirigido tres largometrajes de ficción: Suzaku, 1997, con el que ganó el premio al mejor nuevo director en el Festival de Cannes; Hotaru, 2000; y Shara, 2003, en los que tomaban forma, ahora desde la ficción, aquellos temas que habían ido apareciendo en sus piezas precedentes: la desaparición repentina de un ser querido; la orfandad; la poderosa presencia de la muerte; el surgimiento de una historia de amor adolescente; o los personajes marcados por una herida del pasado que les bloquea en el presente.
Con todas ellas alcanza un reconocimiento internacional y un dominio de los recursos cinematográficos que podría ser visto como una muestra de madurez, pero en el caso de Naomi Kawase, esa madurez, para mí, le había conducido a la artificialidad. En Sky, Wind, Fire, Water, Earth, se había producido un giro que me ponía en una cierta prevención frente a su cine. La película -que dura 50 minutos- está dividida en dos partes bastante diferenciadas. En la primera, nos enteramos de la muerte de su padre, volvemos a reencontrarnos con la abuela y sabemos, por la voz de la madre (nunca su imagen) sobre el nacimiento de Naomi; un territorio ya conocido que enlaza con las películas anteriores y mantiene ese tono íntimo y familiar que insufla vida a sus imágenes. Pero en la segunda parte, la propia directora se coloca delante de la cámara y acapara el protagonismo, primero por la entrega del premio a Suzaku en Cannes y después por la visita a un salón de tatuajes donde debe decidir si se tatúa alguno de los dibujos que llevaba su padre. Con este explícito salto a delante de la cámara (muy diferente a las anteriores presencias que puntuaban su obra) se evidencia una plena conciencia para sacar provecho de su propia figura y forzar el dramatismo de la película. Lo que antes maravillaba por su inocente espontaneidad, se convierte ahora en cálculo y medida; lo que antes era necesidad por querer saber, es ahora un ejercicio exhibicionista donde la directora genera espectáculo dramático con sus conflictos.
Empieza esta segunda parte preguntándose dónde se encuentra su auténtico yo, frase espantosa que podríamos encontrar en boca de algún personaje que quiere ponerse existencialista o en alguna historia que quiere impresionarnos por sus tonos profundos. A ésta le siguen confesiones como: «Mi alma ya conoce el dolor». «Mi corazón ya conoce el dolor», mientras intenta hacer aflorar un conflicto frente el tatuador sobre si debe llevar en la piel el mismo dibujo que llevaba su padre. La película adopta, entonces, un tono banalmente psicoanalista, al que se le añade la conciencia meta-cinematográfica, mostrando la claqueta y el equipo técnico que está rodando la escena. Una escena donde la directora se desnuda emocional y físicamente, pero donde la pirotecnia dramática la hacen palidecer frente a las escenas de sus primeras películas.
Esa conciencia de cineasta profesional que aprovecha para hurgar en las heridas y potenciar los efectos dramáticos, tiene su ejemplo más extremo en la última aparición de su madre adoptiva en Nacimiento y maternidad. Esa mujer, a la que hemos visto envejecer, con una complicidad entrañable con su hija adoptiva, se nos presenta, ahora, enferma y débil. En ese estado, la directora desencadena una escena, sin precedentes en todo su cine anterior, y usando un tono muy duro, le recrimina algo que le dijo su madre adoptiva veinte años atrás y que, supuestamente, la traumatizó. La anciana se desmorona mientras la directora sigue percutiendo con sus palabras y su tono agresivo. ¿A qué viene después de veinte años y una infinidad de escenas rodadas juntas, ese tono y esa exhibición de una cuenta pendiente? La escena es impactante, como lo será la posterior donde la anciana le entrega una carta pidiéndole perdón. El uso de las herramientas cinematográfica para desencadenar esas dos escenas de gran impacto emocional, me parece impúdico y mezquino y desde ese momento, la figura de la directora queda, irremediablemente, marcada y una nueva luz se proyecta sobre toda su filmografía.
Adquiriendo esa madurez cinematográfica, había perdido lo más delicado y espontáneo de sus primeras obras, para perseguir, aparentemente, unas películas de gran potencia emocional y de una espiritualidad que buscaba la armonía con la naturaleza. Esa se suponía que era una de las virtudes de Mogari no mori (El bosque del luto, 2007) que ganó el Gran premio del jurado en el Festival de Cannes. La había visto hacía tiempo y ahora, a la luz de Aguas tranquilas quise volverla a ver. Estas películas que apuestan más por la creación de atmósferas, o una conexión emocional, que por la trama argumental, dependen en gran medida del estado anímico del espectador para conseguir esa sintonía. Me siguió pareciendo una impostura con pretensiones trascendentes. Empezando por el papel que desempeña el bosque, aún más protagonista que en otros largometrajes suyos. Un espacio donde tiene lugar el proceso de superación del duelo y la comunión entre Hombre y Naturaleza. Una concepción panteísta, donde todo parece conectado y todo fluye. Una voluntad de trascendencia que puedo sentir en el cine de Apichatpong Weerasethakul, pero para nada en este largometraje de Naomi Kawase, por muchos abrazos que se les den a los árboles, o mucho empeño que se ponga en dormir encima de la tierra. Una escena como la de los dos protagonistas bailando en medio del bosque en mística comunión, la siento más próxima al ridículo que a la espiritualidad, por mucha intensidad que reflejen los rostros de los actores y muchas cartas y cajas musicales del pasado que regresen al presente. Demasiada pirotecnia espiritual que no consigue camuflar los numerosos trucos dispuestos para forzar una catarsis final.
Aunque no todo me parecía decadencia en este proceso de maduración. Letter from a Yellow Cherry Blossom (2003) es un documento de poco más de una hora donde Naomi asiste a la agonía del fotógrafo Nishii Kazuo. Una película dura, donde la directora adopta una distancia muy cercana al retratado, pero sin forzar los tonos dramáticos y truculentos y donde las reflexiones sobre su propio trabajo, encuentran la razón, el tono y la delicadeza para enfrentarse a ese momento crucial que es la agonía y la muerte de un amigo. Nuevamente en la sencillez, en la proximidad susurrada, Kawase recuperaba esos registros donde el cine parece hablarnos, no ya sobre la vida y la muerte como algo genérico, sino encarnado en el cuerpo de un amigo que deja a la una, para extinguirse en la otra.
Algo de eso reconocí en el largometraje anterior a Aguas tranquilas: Hanezu (2011), sobre todo en la importancia que tenían los pequeños detalles: el plano donde se refleja el sol en la cara de la protagonista después de la oración (otro similar aparecerá en la madre de la protagonista de Aguas tranquilas); las telas tintadas de rojo que reverberan a lo largo de toda la película; el mundo matérico y físico del escultor, en la comida, en el huerto, en su obra; en el trenzado de un tiempo mítico, con otro histórico y su convivencia en el presente. Había algo en lo pequeño, en lo concreto que la acercaba de nuevo a la sencillez de sus primeras películas, aunque finalmente se volviera a imponer el trazo grueso de los grandes temas trascendentes.
Así que no estaba preparado para la sorpresa de Aguas tranquilas. Ésta es, junto a su primer largometraje de ficción –Suzaku– la película donde la trama argumental adquiere una mayor importancia, articulada, además, a través de una estructura bastante tradicional. En el centro una pareja de adolescentes: Kaito y Kyoko, con sus respectivos padres, tema recurrente en su filmografía, como también lo es que la chica sea decidida y madura y el chico dubitativo y extraviado. El relato va alternando las escenas entre los dos muchachos y sus respectivas familias. La familia de ella vive en armonía con su entorno, a pesar de la enfermedad mortal de la madre; la familia de él, disgregada y dislocada. Será por este desajuste, centrado en cómo percibe Kaito la figura de su madre, contrafigura de la madre de Kyoko, que el muchacho se muestre lleno de dudas e indeciso en su relación con Kyoko.
El desarrollo argumental de la película y su desdoblamiento emocional en la naturaleza avanza firme y sin excesos sentimentales, a pesar de reiteraciones musicales, hasta llegar a un momento en el que la trama nos conduce a una escena donde la película se agiganta y se acaba elevando a niveles insospechados. No es, únicamente, una escena conmovedora por la potencia y serenidad que transmite, sino porque irradia una fuerza que se expande en todas direcciones y re-dimensiona el conjunto de la película.
La escena dura unos diez minutos y en ellos asistimos a la agonía de la madre de Kyoko, rodeada de su familia, de Keiko y de algunos vecinos que entonan diversos cantos tradicionales de la isla de Amami. Una escena donde resuenan los ecos de la muerte de su amigo el fotógrafo Nishii Kazuo en Letter from a Yellow Cherry Blossom, pero aquí, a través de la ficción, consigue transmitir una grandiosidad y una paz que la ponen en sintonía con el cine de Yasuhiro Ozu.
Es una escena que, además, contamina retroactivamente todas las escenas que han tenido lugar en la casa familiar de Kyoko y que, implícita o explícitamente, han girado entorno a la madre, presentada como un ser mediador entre dioses y hombres. Adquieren una nueva luz las conversaciones entre madre e hija; el carácter decidido de ésta; la instalación de la cama de la enferma frente a la terraza; el árbol centenario que se ve desde ella. Y con su resolución, eleva los planos que seguirán, en los que la directora filma el viento, la ausencia y, finalmente, la necesidad por parte de la hija de alcanzar su propia armonía en la fusión que espera del amor.
Una lástima, no obstante, que en el lugar donde Kawase había conseguido elevar la película, vuelva a recurrir a su manual para vivir en armonía y quiera hacer pedagogía con una escena donde el marido de la difunta hace un alegato, dirigido a Kaito, sobre la fusión entre la ola y el surfista. Escena que, posteriormente, desencadenará la aceptación, por parte del joven, de la figura materna y con ello la posibilidad de una catarsis final, gracias a la cual, conseguirá hacer el amor con Kyoko y vencer su temor por el mar.
Kawase, que había conseguido acercarse al gran Ozu, se volvía a extraviar por unos ramalazos New age donde se ponía a gesticular para que viéramos que se ponía trascendente y muy espiritual. A pesar de este virus que había contagiado buena parte de su filmografía, cuando ya sabía hacer cine y no era aquella joven que lo buscaba a tientas, Aguas tranquilas alcanza los momentos más brillantes e intensos de su filmografía y debo reconocer que prefiero encontrarme con esos instantes reveladores que expanden su luz a su alrededor, que con películas bien apañadas, coherentes en su discurso formal, pero que si las pinchas no consigues sacarles una gota de sangre.