«Isla de perros» de Wes Anderson

Inaugurar una Berlinale con una película de Wes Anderson resulta siempre un acierto. Ya lo fue en el 2014 con El Gran Hotel Budapest, y lo ha vuelto a ser ahora con su nueva obra de arte, donde ha creado otra vez más un maravilloso y detallado universo con sus propias realidades y leyes. Es su segundo filme de animación en stop-motion tras Fantástico Mr. Fox, y, en esta ocasión, aprovecha la coyuntura para rendir un homenaje al cine de Akira Kurosawa y al cine nipón en general. Isla de perros narra la historia de Atari, el hijo adoptivo de 12 años del corrupto alcalde Kobayashi. Cuando por culpa de un decreto gubernamental todos los perros de la ciudad de Megasaki son desterrados a un enorme vertedero, Atari decide volar por su cuenta a la Trash Island para emprender la búsqueda de su perro guardaespaldas, llamado Spots. Allí se hace amigo de una manada de perros mestizos y se embarca en un viaje épico con ellos para encontrarlo, lo que determinará el destino y el futuro de toda la prefectura. Esta sombría fábula -que es en esencia una parábola de nuestros tiempos-, está ambientada en un Japón del futuro-cercano afectado por una gripe canina que provoca una histeria masiva contra los perros, especialmente por parte del Gobierno y de sus secuaces que portan simbología felina. En ese islote de los malditos, milagrosamente, entendemos a los animales, mientras que lo que dicen las personas debe traducirse en su mayor parte (véase en versión original). Sus perros protagonistas nos confrontan con las preguntas esenciales de ¿quiénes somos? ¿Quiénes queremos ser? Humanismo animado.

Un hilarante prólogo introduce el tono de un filme del que se pueden extraer diversas lecturas, lleno de alegorías y con el sentido del humor propio y característico del director norteamericano. Aprovechando la libertad creativa del medio, Wes Anderson hace una vez más un rico uso del lenguaje cinematográfico que sirve como despliegue de recursos narrativos, usando -por citar un ejemplo- de forma inteligente y original pantallas partidas que facilitan información de forma exclusivamente visual combinando un plano cenital y un plano secuencia. El Jurado supo valorarlo y le concedió el Oso de Plata a la mejor dirección. Mención especial merece a su vez el meticuloso e inspirado diseño de producción y el cuidado que hay en cada detalle. Cada marioneta tiene su propia personalidad y desprende una enorme expresividad. La cantidad de curiosidades que hay es de las que marcan la diferencia y dotan a la película de su especial encanto, de la cual se podría decir que además de ser un gran trabajo cinematográfico, es también un elaborado trabajo de alta costura repleto de texturas. Wes Anderson, que genera ya de por sí muchas expectativas con cada nuevo trabajo que hace, logra, no obstante, estar a la altura de las mismas y entusiasmar una vez más.

Publicado originalmente en El antepenúltimo mohicano.

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