Asian Film Festival. Barcelona 2017
En la quinta edición del Asian Film Festival, por cortesía de ECIB, he tenido el honor y la responsabilidad de participar como miembro del Jurado Joven valorando las películas de las secciones Special y Discovery. Este jurado estaba compuesto por alumnos de escuelas de cine de Barcelona, e incluía a Daniel Belenguer (presidente del jurado y alumno de la ESCAC), Violeta García (EMAV), Mateu Sagarra (ESCAC) y Erik Vicente (EMAV).
Dentro del ideario del festival se busca la comunicación entre la ciudad de Barcelona y Asia, con especial atención a mostrar la inmensa variedad cultural de los muchos países que componen toda la región, que a menudo es considerada de una uniformidad que no se corresponde con la realidad. Documentales, películas fantásticas y realistas; terriblemente malas y profundamente conmovedoras. Algunas imposibles de encasillar en ningún género y otras que son el ejemplo vivo del buen cine independiente. En este breve artículo relataré mi impresión de las películas que más huella dejaron en mí y mis compañeros del jurado así como mi experiencia personal en el festival.
El primer largo a valorar fue la historia de superhéroes Faceless (Ali Akbar Akbar Kamal, 2016). La película, cuya calidad de guión, producción y dirección rayaba en lo absurdamente malo, fue objeto de mis reflexiones a lo largo de todo el festival, a pesar de ser evidente que había poco o nada que apreciar desde un punto de vista estético. Es en la versión afgana del superhéroe donde mi interés radicaba. Claro está que cualquier producción que contase con más medios y con artistas más expertos (que no entusiastas) habría hecho un producto cuyo reflejo de la sociedad y la clase de héroe que puede surgir en tal entorno, sería muy diferente. No obstante, Faceless tiene la ventaja de contar con la ingenuidad, a menudo azaroso sustento del encanto, para encontrar en escenas y diálogos reflexiones sobre un concepto notoriamente occidental (no olvidemos la popularidad de las producciones norteamericanas del género) que, en su interpretación más humilde, resultan cuanto menos reveladoras.
La historía sigue a un joven sin habilidad para los estudios, ni futuro en el boxeo (que parece su presente ocupación) y que además es constantemente acosado por la mafia local para que se una a sus filas. Cuando encuentra un amuleto mágico adquiere el poder de moverse a una velocidad sobrehumana y decide embarcarse en una cruzada que involucrará a grupos terroristas, las fuerzas corruptas de la ley, la mafia y la prensa.
Por supuesto, el primer punto de contraste es la selección de villanos, que dista del clásico espejo oscuro del género (un supervillano que comparte los poderes del héroe pero los usa para el mal) y casi accidentalmente sitúa la historia en los anales del cómic, donde el protagonista dotado de habilidades especiales luchaba contra gángsters y políticos corruptos. En un momento de la película una periodista pregunta a Faceless por qué mata a los criminales; él responde: “Si alguien entrara en la habitación e intentara violarla, quién preferiría que muriese, ¿el intruso o yo?”. Este diálogo simple y no demasiado intelectual pone en tela de juicio los valores morales del entretenimiento occidental cuando uno se plantea si las parcas palabras de Faceless vienen a resumir aquello que con tanta pompa nos cuentan en los grandes cines multisala.
El caso de Faceless es, no obstante, una excepción. Las películas de las secciones a evaluar y algunas otras que también pudimos ver, contaban con una fuerte identidad cinematográfica anclada en muchos casos en el imaginario de países que no tienen un historial en el cine tan largo como el de occidente. También pudimos ver documentales como I Am Chinese (Shen Shaomin, 2007), sobre la frontera entre China y Rusia, que habla sobre partes del mundo donde la identidad cultural queda diluida por circunstancias políticas.
Continuando en Afganistán, pero esta vez con una producción de Nueva Zelanda, la ganadora del premio a mejor película de nuestra sección fue A Flickering Truth (Pietra Brettkelly, 2015). Un documental que narra la odisea de Ibrahim Arify para restaurar 8.000 horas de película olvidadas tras décadas de guerra. El mensaje está claro desde el primer momento: el cine es una parte
esencial de la cultura y merece ser preservado. En una escena especialmente cautivadora un hombre explica cómo los talibanes quemaron las películas: mientras enrolla celuloide alrededor de su cuello explica que a aquellos que se negaran les ahorcarían con el propio film. Las consecuencias de la guerra, el hambre y el malestar social siempre son devastadoras. A lo largo de la historia del cine hemos encontrado grandiosos ejemplos de cine de posguerra que hace alusión a una sociedad devastada (véase Alemania año cero o Paisa). Pero en el caso de A Flickerin Truth no sólo se habla de eso, sino de una memoria perdida, la memoria fílmica. El cine es considerado por muchos el arte más importante del siglo XX. Si bien esa afirmación puede ser discutida, lo que no se puede discutir es que el cine sea el medio de recordar la historia más eficaz que tenemos. Jamás podremos ver ninguna guerra anterior a la cámara de cine de la misma forma que hemos podido ver las trincheras de Francia durante la primera guerra mundial. O el discurso de nuestros políticos, que ahora podemos ver y revaluar y admirar en su versión más cercana a lo que son. Cuando se elimina la memoria fílmica se elimina la realidad. Se elimina la posibilidad de una visión objetiva de cualquier acontecimiento que se haya grabado y profesado en crudo, sin montar, en favor de la ideología de nadie.
La ciudad de Barcelona ofreció varios centros donde ver la películas del festival; el cine Girona, el Caixa Forum, la Filmoteca, el Museo de Historia de la Inmigración. La mayor decepción, sin lugar a dudas, fue la falta de compromiso por parte de algunas de estas entidades con la profesionalidad que el cine merece. El Museo de Inmigración, por ejemplo, proyectó su película en una pantalla no demasiado grande con un proyector no demasiado bueno parando a mitad de la película para incluir los subtítulos, todo ello en un pequeño habitáculo con sillas de plástico. También varias proyecciones fueron accidentalmente confundidas con otras, enseñando al público una película que no era la que habían pagado por ver (en el caso de que hubieran comprado una entrada), y por supuesto privando al jurado de ver una película de su sección que debían valorar. No obstante, la mayor parte de las proyecciones si ofrecieron una experiencia de calidad para el público.
Es importe recalcar la exigencia a la hora de presentar el cine porque es una parte esencial del consumo. A día de hoy las pantallas de uso doméstico (ordenador, televisión, móvil) parecen haber traído cierta democracia al consumidor de cine, que puede elegir la forma más cómoda de ver una película. Sin embargo, a opinión de quien escribe, esta práctica entraña el peligro de olvidar que el cine está hecho para ser visto en el cine. Cada vez más películas carecen de interés en ser vistas en la pantalla grande justo porque los productores y el director no conciben el espectáculo del cine, sino sólo el consumo.
En los momentos finales de A Flickering Truth el protagonista se embarca en un viaje por las zonas más seguras de Afganistán para enseñar las películas restauradas. Imágenes de la alta sociedad, gente danzando, escenas perdidas de largos de dicción. La gente se reúne al aire libre en la noche y un rayo de luz se estrella contra una tela. Los rostros de los espectadores aparecen cautivados. El horizonte es por un instante aquello que vemos en la pantalla, que se convierte en una ventana a otro tiempo, otro lugar, pero no obstante nuestro propio mundo.
Los miembros del jurado tuvimos claro desde su visualización que queríamos otorgarle nuestro premio a mejor película a A Flickering Truth. Este premio fue otorgado en la ceremonia de clausura, llevada a cabo el 12 de noviembre en los Cinemas Girona (a la que por desgracia no pude acudir por enfermedad), junto con los otros dos premios de nuestra sección: el de mejor director a Jang Woo-Jin, que firma la coreana Autumn, Autumn (2016) y mejor guión a Asim Raza por la paquistaní Houra (2016).
Recomiendo encarecidamente la asistencia a este festival y a cualquier otro donde se de voz a aquellos que no solemos escuchar. No solo por expandir nuestra relación con otras culturas, sino por mantener vivo el cine y la experiencia cinematográfica.