56 Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya. Sitges 2023

Día 1

La afición por el cine la tenía ya desde pequeñito, y si en algún momento se vio exponenciada fue en la adolescencia. A mis quince años, descubría el Festival de Cine Fantástico de Málaga, o como todos lo llamamos, el Fancine. Ahora no lo recuerdo bien, pero es probable que fuera el primer festival de cine al que asistía. Era el año 2018, que ahora se ve tan lejano. Salía fascinado de ver The House That Jack Built (La casa de Jack, 2018) sin siquiera saber quién era realmente Von Trier; o de Mandy (2018), atraído a la sala por la fuerza del irrefrenable Nicolas Cage. En aquellos días poco o nada importaba si al día siguiente había examen, o saltarse alguna u otra clase, lo único que significaba algo era el cine, el estar sentado ante la pantalla. Salir del instituto, tomar el bus e ir directo a la sala. Salir de ella para volver a pasar por sus puertas al momento. Regresar a casa cuando las calles de Málaga están solamente iluminadas por la luz de las farolas. Ay, ya te echo de menos, cine Albéniz.

El Fancine, para quien tenga la desgracia de no conocerlo, vendría a ser el hermano pequeño del Festival Internacional de Cine Fantástico de Cataluña o, para abreviar, el Festival de Sitges. Proyecciones de temática de terror y fantástico, cuyas programaciones incluso comparten películas; fechas contiguas, alrededor de Halloween; actividades paralelas similares; y, lo más importante, el mismo ambiente. El de un público totalmente entregado a la pantalla, a la diversión, a lo extraordinario. Un público que busca volver a ser ese niño de quince años, a esa mirada inocente que desborda fascinación y se permite vivir en el sueño y no en la realidad, pues el cine no es más que una quimera, una evasión. En la sala se crea una comunidad, una sensación muy especial que solo sucede en los festivales de cine fantástico. Supongo que no es casualidad.

Cinco años después, me encuentro en un tren. Se lee en letras rojas «Propera parada: Sitges». No sé si está nublado o es la suciedad de la ventanilla. Igualmente, el mar se ve precioso. Dellafuente suena alto en mis cascos. Como dice una canción suya, «…conozco el camino que me lleva a la puerta de tu mare». Supongo que no es descabellado considerar a la sala de cine de esta manera.

Sitges en sí misma me recordó mucho a Málaga. Ese olor a pescaíto, a arena, a sal. El calor. El sonido de las olas. Lo primero que hice fue ir a recoger mi acreditación. De la zona de taquillas al punto de información, de este a otra zona de taquillas y de ahí, finalmente, a la sala de acreditaciones. Por un momento, me sentí como Astérix en aquel edificio burocrático de Las doce pruebas de Astérix. Con la acreditación colgada del cuello, traspasé la puerta del Auditori. Aquel lugar era enorme. No sé cuántas butacas habría. Por desgracia, los asientos de prensa no estaban tan cercanos a la pantalla como me hubiera gustado, pero al menos me pude sentar en el pasillo central.

The Childe (2023) de Park Hoon-Jung

La primera película que vi fue The Childe (2023), y creo que es el ejemplo más esclarecedor de las propuestas de este festival. Una película que hace posible lo imposible. Lo nuevo de Park Hoon-Jung continúa la senda de su carrera, buscando elevar el thriller de acción a escalas más y más grandes. Una película llena de secuencias de acción que te llevan de la tensión a la carcajada, retorciendo una y otra vez al mismísimo concepto de giro de guion. A veces se le iba un poco de las manos, pero habíamos venido a disfrutar. Y según avanzaba nos entregamos más, arrancándole aplausos al Auditori en su recta final. Fue el aliciente perfecto con el que comenzar el festival.

Poco después, disfruté del documental Kim’s Video (2023), y tras él, me di de bruces con Propriedade (2022), un alegato fascista que solo merece mi silencio.

Afortunadamente, el día no acababa ahí. Poco después de salir de la sala Tramuntana volvía a entrar en ella, en esta ocasión para ver Sleep (2023). Tras su paso por Cannes, Jason Yu vino a Sitges a presentar su ópera prima. Anteriormente trabajó como asistente de dirección para Bong Joon-ho, y algo de su talento se le debió pegar. La película de Yu es una obra que bebe de los grandes clásicos del terror. Lo hablaba con Adrián al día siguiente: toda buena película de terror son dos películas, la externa y la interna, la fantasiosa y la del conflicto humano. Aquí utiliza el sonambulismo como detonante del suspense, al que se le suman una serie de sorpresas que no desvelaré, y por debajo nos encontramos ante una disertación sobre la pareja conyugal. No busca reinventar el género ni dinamitarlo. No por ello merece menos atención, pues la realización de Jason Yu está plagada de aciertos. Para empezar, hace un uso del espacio sorprendente. La mayor parte de la película sucede en el piso de la pareja, y no solo logra con facilidad ubicar al espectador, sino que también acaba haciendo del espacio un ente claustrofóbico y del que desconfiar. Un uso del fuera de campo que no solo se emplea formalmente tras los marcos del encuadre, sino que también termina siendo integrado en la propia narrativa de la película. El darte cuenta de lo que siempre estuvo ahí delante, pero no lograbas ver. En un festival lleno de propuestas de terror, lograr que una simple nevera te hiele la piel tiene su mérito. Si continúa explorando este género, estoy seguro de que siempre será recibido con los brazos abiertos en Sitges.

Sleep (2023) Jason Yu

No sé si fue frío o miedo, pero salí de la sala temblando y no pude parar hasta llegar a la estación. Caminábamos de madrugada como sonámbulos. Todos marchando en la misma dirección, cansados, bajo la Luna. A la derecha, una colina inundada de pequeñas luces, hogares aún despiertos. En las calles, banderines negros y blancos se movían ligeramente con el viento, flotando sobre nuestras cabezas. Cualquiera que pasara por allí pensaría que éramos fantasmas. Mentiría si dijese que no dormí inquieto aquella noche.

Sleep (2023) Jason Yu

 

Dia 2

Entraba por primera vez al Cinema Casino Prado, un teatro clásico que ahora alojaba a su arte hermana, el cine. Prensa tenía asignados los palcos superiores, y desde ahí pude apreciar a la espera de que se apagaran las luces la decoración del lugar, esas figuras pintadas en sus paredes y techos o esos relieves que parecían reptar alrededor de la pantalla. Jessica Hope Woodworth apareció para presentar su nueva película, Luka (2023). Si con algo me quedo de ella es con su plasticidad, sus texturas, pues la tierra o la piedra se pueden tocar. Es muy física, llena de cuerpos que chocan entre ellos, se separan, se restriegan y sudan. Figuras delimitadas por el cielo, dando imágenes de un blanco y negro intensos como solo la luz y la sombra pueden serlo.

A continuación, veía la que sería mi obra favorita de todo el festival: Kimitachi wa dô ikiru ka (El chico y la garza, 2023), la última obra de Hayao Miyazaki.

Su cine, en cierta medida, proviene de la mitología griega, ya sea de manera consciente o inconsciente. No solo por ser odiseas o reformulaciones de antiguos mitos trasladados a sus personajes y entornos nipones, sino por algo aún más vigente y visible a lo largo de su obra: los elementos. La fijación por estos ya nacía en la Antigua Grecia y fue el filósofo Empédocles de Agrigento en el siglo V a.C. el primero en dejar por escrito: «Hay cuatro elementos, fuego, agua, tierra y aire. La amistad los une y el odio los separa».

Ya desde su mismísima ópera prima, Rupan Sansei: Kariosutoro no Shiro (Lupin III: El castillo de Cagliostro, 1979), hasta su anterior trabajo, Kaze tachinu (El viento se levanta, 2013), podemos apreciar esta fijación. Están presentes en cada una de sus películas. Incluso cuando se aleja del arte cinematográfico, como es el caso de El viaje de Shuna, manga publicado por primera vez en España hace apenas unos días. A lo largo de su carrera, los ha retratado y observado desde distintos ángulos. El fuego, en esta ocasión, cobra un papel fundamental, pasando de ser una llamarada incendiaria aterradora en su inicio, a una pequeña chimenea cálida como solo un abrazo puede serlo en su final.

Y son estos elementos quienes componen un mosaico vibrante donde nada es lo que aparenta. Como esa garza, que oculta algo en su interior. Su propia estructura, aún siendo de lo más clásica, es extraña y arcana en su forma. Tal vez fuese el cansancio de haber dormido contadas cinco horas la noche anterior, pero se sintió como entrar dentro de un sueño, vagar a lo largo de un subconsciente cuyo horizonte se expandía a límites inalcanzables a pie. Un mundo se abría ante mí, o tal vez fuera simplemente un pequeño cuento.

No quisiera entrar en detalles, pues considero que la experiencia más precisa a la hora de verla es la de acercarse a la sala sin haber visto imágenes, tal y como Hayao quería y, lamentablemente, tan poco se ha respetado fuera de Japón. Tan solo decir que sentado en el Auditori pude sentir lo que debieron vivir aquellos afortunados que presenciaron Sen to Chihiro no kamikakushi (El viaje de Chihiro, 2001) o Mononoke-hime (La princesa Mononoke, 1997) por vez primera, sin conocer toda su ahora mundialmente conocida iconografía. Descubrir a sus personajes, sus criaturas y paisajes fue una experiencia única como espectador, una que atesoraré por el resto de mi vida. En unos años se convertirá en un auténtico icono, en un monumento, y llegará el momento en que todas las personas serán conocedoras de este imaginario sin ser siquiera conscientes. Qué bonito fue ver regresar a Miyazaki tras diez años.

 

Día 3

Entre Robot Dreams (2023) y Vincent doit mourir (Vincent debe morir, 2023) me perdí un poco por el pueblo de Sitges, paseando por sus playas y callejuelas. Las calles estaban abarrotadas de gente. Caminando por el paseo marítimo, me topé con varios puestos. En uno de ellos, encontré el Blu-Ray de Hatsukoi (First Love, 2019) precintado y a tres euros. Supongo que fue el destino quien quiso que me lo llevara. Aunque de Miike ya hablaremos más adelante.

Se hizo de noche, y fui a la entrada de la sala Tramuntana. Unas horas antes se proyectó Moscas (2023) en el Auditori, para la que, lamentablemente, me quedé sin entradas. Ventajas de viajar en tren (2019) es una de las películas españolas más originales de los últimos años, y el recuerdo de verla pervive en mi cabeza aunque pase el tiempo. Me había apenado no poder ir al estreno. Y fue en ese momento, esperando en la cola, cuando pasó por delante de mí Aritz Moreno. Me salió del alma ir tras él como un fan desquiciado. Le dije nervioso: «Igual es un poco friki, ¿te puedo pedir un autógrafo?», a lo que respondió que para nada lo era. Le comenté que me quedé sin entrada para Moscas, pero que disfruté muchísimo Ventajas de viajar en tren, que la había visto junto a mis padres. Le salió un «Ostia, curiosa peli para ver en familia». Y eso fue lo que puso en mi libreta con aquel bolígrafo rosa chillón que tenía: «Para Pedro y Familia». Le pregunté si había ido bien el estreno en el Auditori del que recién salía, y contestó que eso pensaba. Estoy seguro de que será una de las películas españolas a seguir este año, y que la carrera de Aritz seguirá dándonos muchas más sorpresas.

Regresé a la cola. Eran las once de la noche, y tras un día repleto de películas, le llegó el turno a Late Night with the Devil (2023). Siempre que entro a una sala de cine me gusta hacerlo a ciegas, sin leer la sinopsis ni ver el trailer, tan solo fotogramas o nombres que atraigan mi atención. A la hora de programar la parrilla del festival, en cuanto vi el rostro de David Dastmalchian su película pasó a ser una de mis prioridades. Es un actor que prácticamente nunca aparece como protagonista, suele hacer papeles menores de escasos minutos, pero de una manera u otra es imposible olvidar su rostro al acabar la película. Dastmalchian posee un carisma innato, algo que va más allá de la actuación.

Late Night with the Devil es presentada como si se tratase de la grabación de una emisión en directo de un talk show setentero, uno de esos especiales televisivos de Halloween. Una película que comienza acogedora, con sus invitados, sus luces, sus colores y, cómo no, la figura del presentador como padrino del programa. Y una vez te encuentras dentro de la propuesta, el terror va apareciendo poco a poco hasta explotar en su recta final. Es una película que se desliza entre la diversión y el miedo, que invita al espectador a pasárselo bien. En esto influye el formato televisivo que luce, que paradójicamente le queda de cine. Es muy complicado hacer una buena película que busque imitar a la televisión, pues la imagen de la pequeña pantalla es pobre y en ningún momento busca narrar a través de ella. De algún modo logra volver dinámico algo que en la teoría debería ser aburrido. Aquí el uso del montaje es tan decisivo como sus personajes o diálogos. Es increíble que una película tan complicada en su concepción y con tantas trabas autoimpuestas, supere todas las barreras. Fue de las mayores sorpresas del festival, de las que sales eufórico y queriendo ver más y más cine. Pero era de madrugada, y había que volver a casa.

Late Night with the Devil (2023) de Cameron Cairnes y Colin Cairnes

Día 4

El domingo pensaba descansar para no saturarme del festival y poder dedicar el día a otros quehaceres. Pero ahí estaba de nuevo, esperando al tren. Justo cuando empezaba a pensar que debía haberme quedado en casa, apareció una niña acompañada de su madre, sostenía un cazamariposas con un peluche de un animalito dentro. Tan solo por aquella imagen tan poderosa ya había valido la pena salir de casa. También por la obra de Lucio Fulci, que aún cincuenta años después no ha perdido ni un ápice de fuerza. Creo que nunca olvidaré Non si sevizia un paperino (Angustia de silencio, 1972). Un giallo italiano cargado de intensidad en todos sus elementos. En sus primeros planos, en sus paisajes, en su misticismo y sus figuras. Tras verla, la música de Ornella Vanoni nunca sonará igual.

Non si sevizia un paperino (1972) de Lucio Fulci

A la salida, la calle estaba atestada, todos esperando a entrar a la siguiente sesión. Al bajar la calle, me encontré con Adrián. Él también esperaba para entrar. Proyectaban River (Atrapados en un bucle infinito, 2023). Era un pase único, y para cuando la web del festival me permitió acceder tras dos horas de espera, las entradas para prensa ya se habían agotado. Me preguntó que por qué no esperaba a que entrase todo el mundo para ver si sobraba alguna butaca de última hora. Dudé, pues el Prado no disponía de tanto aforo como pudiera parecer, y el cartel de agotado seguía vigente. Aún así, me acerqué a preguntar si quedaba algún hueco libre donde pudiera acceder como prensa, a lo que me contestaron que no, y menos viendo la cola que había, aunque podía esperar. No desistí. Todo el mundo entró. Incluido Adrián, que se despidió de mí. La calle quedó completamente vacía. Volví a preguntar, y me respondieron que lo iban a mirar. Los minutos pasaban. Me asomé ligeramente desde fuera y pude ver cómo las luces seguían encendidas y la pantalla apagada. Nadie volvía. Los minutos seguían pasando. Corrieron las cortinas, y ya no veía nada. Resoplé temiendo lo peor. Y de repente la cortina se abrió y un muchacho asomó la cabeza para decirme que entrase y buscase un asiento libre. La sala estaba a oscuras, tan solo iluminada por los anuncios del festival que se proyectaban en la pantalla. Bajo esa luz parpadeante, atisbé en la segunda fila una butaca vacía, donde me senté rápidamente.

No podía imaginar una película más acertada para ver en esos momentos. La de un pequeño pueblo que, a pesar de encontrarse atrapado en un bucle temporal de dos minutos, intentará seguir adelante. Hasta las figuras que rondan por las paredes del teatro rieron. Fue un breve respiro en el día.

 

Día 5

Este día tan solo fui a ver The Last Stop in Yuma County (2023). Tampoco sabía nada de ella, un par de imágenes y que detrás estaba Jim Cummings fueron suficiente aliciente como para hacer un trayecto que en total duraba casi el doble que la propia película. Mereció la pena. Es una historia que hemos visto y vuelto a ver. Una cafetería estadounidense en medio de la nada donde varios desconocidos quedan atrapados, en este caso por la ausencia de gasolina. ¿Los personajes? Dos atracadores de bancos, una camarera, su compañero, dos jóvenes que se creen Bonnie y Clyde (o como él prefiere, Kit y Holly), el sheriff y su ayudante… Sí, ya la habéis visto. Pero es la prueba de que la trama no importa, sino la realización. Y es que a pesar de estar manida y llena de clichés estadounidenses, el director Francis Galluppi logra crear la tensión sirviéndose de la puesta en escena. Te acaba atrapando y para cuando parece desgastarse y acercarse a su final, da un giro y subvierte las expectativas con el personaje de Cummings, dando una vuelta de tuerca arriesgada y de lo más sorprendente en su tercer acto.

Aunque si algo me impactó de verdad fue ver, una vez se encendieron las luces, al equipo al completo emocionado. Habían estado junto a nosotros viendo la película, y pudieron escuchar los múltiples aplausos y vítores que hubo a lo largo de la proyección. Siendo una ópera prima, no puedo ni imaginar cómo debieron sentirse ante tal acogida.

A la salida me acerqué a Galluppi y al actor Nicholas Logan y pude hablar con ellos sobre el proceso de creación de una ópera prima. Me contaron varias anécdotas que vivieron durante el rodaje. Fueron de lo más agradables.

The Last Stop in Yuma County (2023) de Francis Galluppi

Al alejarme, escuché detrás de mí un «Perdona». Me giré y vi a dos muchachos y una muchacha. Me pidieron si les podía echar una mano respondiendo a una pregunta. No sé si mi cara habrá acabado en Tik Tok o Dios sabe dónde. Era la típica y un poco insoportable pregunta de: «Si pudieras, ¿en qué película te gustaría quedarte a vivir?». Entre risas, les respondí que vaya pregunta más puñetera. Estábamos a mitad de festival y yo salía de allí con la cabeza frita. Qué demonios iba a saber. A pesar de estar todo el día saliendo y entrando de una sala a otra, no se me venía a la mente ninguna. De repente, salió de mi boca El chico y la garza. Ellos me dijeron que les parecía genial, que haría publicidad al festival. Pero yo ni siquiera había caído en ello. Supongo que lo que dejó este encuentro en claro es que el sueño de Miyazaki rondará alrededor de mi cabeza por mucho tiempo.

 

Día 6

La alarma sonó a las seis menos diez de la mañana. Las calles estaban a oscuras, apenas iluminadas por las escasas farolas de las aceras. Desde la ventanilla del tren, tampoco se podía ver nada, tan solo algunas luces aquí y allá que no dejaban intuir paisaje alguno. Traté de descansar un poco. Apenas logré dormir unos quince minutos. Para cuando desperté, a punto de llegar, el mar estaba ligeramente iluminado por el crepúsculo. Bajé del tren y aún no había amanecido. Dejé Sitges el día anterior a oscuras y ahora regresaba antes que el propio Sol. Creo que estaba a punto de delirar.

Me aguardaba la película que más expectación me generaba de todo el festival: Poor Things (Pobres Criaturas, 2023). Considero a Yorgos Lanthimos uno de los cineastas más interesantes del panorama cinematográfico de este siglo. Ya desde sus primeras películas griegas mostraba una mirada muy peculiar como cineasta. Su cine suele ser el de la desolación, el de entornos vacíos y personajes huecos, más cercanos a la marioneta que al cuerpo humano; el de los planos finales aterradores que, al menos a mí, me destruyen como espectador.

Pobres Criaturas y Kinetta (2005) no podrían ser dos polos más opuestos, en forma y fondo. Son la antítesis la una de la otra. Lanthimos exploraba a través de su cine, formalmente hablando, el minimalismo. Es un giro en la dirección de su obra con el que no esperaba encontrarme, pero que abracé por completo. Es una película que busca ser inmensa y arrasar con todo a su paso, incluso con el espectador si es necesario. Tiene el constante deseo de llamar la atención y regodearse en su propio egocentrismo. Y mentiría si no dijese que también me harté de ella por momentos, que salí desbordado ante su excesivo metraje, sus recargados diálogos y a veces forzada comedia. Pero al César lo que es del César.

Lanthimos realiza su propia interpretación de la historia y mitología de Frankenstein. No ya solo en el fondo, sino también en la forma. Es una amalgama artística de lo más extraña. En su imaginario se dan de la mano multitud de movimientos y estilos artísticos. Por momentos parece pintada sobre el propio carrete. Es manierista en su virtuosismo y artificialidad, en sus irreales colores saturados o en la exageración de sus espacios que casi parecen rompecabezas. También va de la mano de la estética moderna steampunk, de Terry Gilliam e incluso de las criaturas de El Bosco; aunque si Pobres Criaturas tuviera que encajar dentro de algún movimiento, ese sería el Barroco.

El Barroco fue una reacción contra todo lo construido anteriormente, y eso es precisamente lo que hace Lanthimos en su último largometraje, remar en contra de su propia obra. Frente a aquellas películas mecanizadas, aquí encontramos pasión y un sentido teatral de la acción; la búsqueda por asombrar al espectador, el efectismo constante. Además, la representación de la vida también es barroquista, con una visión distorsionada y desequilibrada de la realidad como lo es su propia protagonista. Incluso la tesis de la película y su tratamiento encajan en esa búsqueda de la liberación impulsada por el desengaño.

Va a dar mucho de qué hablar cuando se estrene, aunque lo que me interesa realmente es ver qué caminos recorrerá Lanthimos en el futuro.

En cuanto acabó la película fui directo a clase. A la tarde pensaba asistir a lo nuevo de Bayona, pero levantarse antes que el mismísimo Sol tiene sus consecuencias.

Pobres Criaturas (2023) de Yorgos Lanthimos

 

Día 8

El día lo comenzaba sin asistir a ninguna proyección. Paradójicamente, fui al evento más cinematográfico de aquella mañana. La sección Sitges Encounters permitía a los fans preguntar y escuchar a los artistas que tanto admiran. Bajo este marco, entraba en la sala el legendario Takashi Miike. En 32 años ha filmado más de 100 películas, de cualquier género o temática. Es un cine desvergonzado, donde no entran ni prejuicios ni dudas, ni canones ni complejos, todo tiene cabida en él, hace de lo absurdo lo natural y de lo increíble lo creíble. Sus imágenes ponen en jaque al espectador. Es un director que descubrí, cómo no, en el Fancine de Málaga. Proyectaban First Love, y aún a día de hoy creo que sigue siendo la mejor experiencia que he tenido jamás en una sala de cine. Fue una madrugada de 2019. A pesar de ser pocos, nuestras risas y aplausos resonaban como si estuviese llena la sala. Tiempo después vi dos veces Ichi the Killer (2001), y fue ahí cuando comprendí qué era lo que me fascinaba tanto de este hombre. Es el cineasta que mejor ha sabido trasladar el lenguaje del mundo del cómic y el manga a la pantalla. Takashi no filma, dibuja como si de un mangaka se tratase. Comprende el encuadre y el montaje como una sucesión de viñetas, con todo el dinamismo y fuerza que ello conlleva. En una cartelera llena de adaptaciones cinematográficas del mundo de la ilustración, desde películas de superhéroes hasta la recién estrenada en Sitges Robot Dreams, son pocas las que realmente entienden el arte del que provienen.

El encuentro fue de lo más lúdico, hablando sobre el pasado, el presente y el futuro. A la pregunta de cómo lidiaba con el estrés ante tantos proyectos sacados hacia adelante, respondía que él necesitaba rodar para vivir. Es cuando no está en un set de rodaje cuando se estresa. Creo que pocas cosas podrían hablar mejor de su persona. Relacionado con esto, comentaba que sigue esforzándose por dar lo mejor de sí mismo, que a pesar de todo lo realizado en sus más de treinta años de carrera su única intención es la de superarse con cada nuevo proyecto. Me quedo, además, con dos detalles: que de pequeño soñaba con ser Bruce Lee, y su actual deseo por crear un manga. Me habría gustado hablar con él, pero ante la cantidad de gente que se le acercó fue imposible.

Unas horas después, asistí al encuentro con Phil Tippet. Aquel señor tan peculiar me recordó a la figura de un juguetero, encerrado en su taller lleno de criaturas y polvo, creando su próxima invención.

Tras las dos charlas, me dirigí a las salas de cine. Disfruté de Riddle of Fire (2023) y Smugglers (2023). Y, especialmente, de Kubi (2023), lo último de Takeshi Kitano. Es algo caótica e irregular, pero a su vez es de lo más atractiva. La cámara, en plena batalla y violencia, extrañamente termina siendo elegante y estática. La forma y el fondo parecen como dos entes que chocan entre sí, que no deberían congeniar aunque de algún modo lo hacen. Algo así les pasa a sus personajes, en una historia de amor homoerótica encuadrada en un periodo de traiciones y guerra. Hasta la sangre tiene su contrapunto, pues pasa de ser tratada como divertimento a ser vista desde el dolor. La propia película hace este viaje, siendo finalmente vivida desde la tragedia y la aflicción más punzante. Y entonces la película terminó, con un corte a negro abrupto y contraproducente. Aquel atrevimiento por parte de Kitano me devolvió la sonrisa del inicio. Uno no puede más que admirar a quien hace una película sin importarle el espectador.

Kubi (2023) de Takeshi Kitano

Día 9

Me desperté a las doce de la mañana. Tenía una proyección a las tres y media del mediodía, así que me dispuse a preparar el desayuno tranquilamente. Para entonces había perdido la noción del tiempo, ya no sabía en qué día vivía. De pronto me asaltó la duda, y corrí a revisar la programación. Una de las citas más importantes del festival se iba a celebrar dentro de una hora: la rueda de prensa de Takashi Miike. Solté la bolsa de cereales, me vestí apresuradamente y salí tan rápido como pude. Llegué sin aliento, para encontrarme con una sala casi vacía que aún preparaban para el encuentro.

Con Takashi Miike

Pasaron unos minutos, y entonces entraron Miike y Kamenashi. Mentiría si dijese que no me sentía un poco intruso en aquel lugar, rodeado de cámaras y periodistas. Aproveché la ocasión para hacerle una pregunta a Miike. Como comentaba antes, más que referentes cinematográficos pasados, su obra parece estar más influida por el mundo de las viñetas, algo que va mucho más allá de sus adaptaciones procedentes del manga. Es por esto que le pregunté por autores concretos que sienta que le inspiran a la hora de filmar una película. No me dio nombres, pero sí me respondió que el manga es algo con lo que se nace en Japón, que allí todos los niños quieren ser de mayores mangakas y que todo esto ha influido, de manera consciente o inconsciente, en su cine. Añadió, también, que antes de enfrentarse a las adaptaciones siempre se reunía con los dibujantes originales para discutir y aprender de ellos, y acabó diciendo entre risas que envidiaba un poco sus vidas. No pude ser más feliz al escucharle. Unas cuantas preguntas después, la rueda de prensa finalizó, y, ahora sí, aproveché que éramos pocos para acercarme a él.

Con Kazuya Kamenashi

Poder darle las gracias por su cine y por todo lo que significa para mí como cineasta fue algo impagable. Fue el sueño hecho realidad de aquel adolescente que llegaba a casa a las tres y media de la madrugada, extasiado, tras ver First Love. El momento más feliz de todo el festival. Me acerqué también a Kazuya, a quien espero volver a ver en futuras películas. Tuve que sentarme un momento a procesarlo todo. Cuando volví a cruzar miradas con Takashi, este me devolvió una sonrisa. Ni el cansancio ni el hambre importaban ahora.

Acto seguido, Tippet presentaba en la sala Tramuntana Mad God (2021). Parecía compuesta de pesadillas, algo encontrado en lo más profundo de un sótano polvoriento. De hecho, desprende la energía de un tebeo, de 1984 y el resto de historias de la editorial Toutain. Su propia estructura es antológica, con un punto de vista que va pasando de mano en mano cual testigo, creando al final una sensación de pequeñas narraciones cuyo protagonista principal termina siendo la propia ciencia ficción y su mitología. Qué demonios, si sus colores parecían creados por el mismísimo Richard Corben. Pero, lejos de todo esto, lo que logra Phil Tippet con esta película es culminar el sueño que se propuso a la hora de afrontarla: crear algo nuevo y único. Una experiencia que se te incrusta en los huesos, en los oídos, en la cabeza. Como decían en su presentación, se proyecta dentro del marco Sitges Clàssics, pues a pesar de ser de esta década, se merece ser considerada ya como una obra atemporal que nos sobrevivirá a todos.

Unas horas después, llegaba el estreno más importante de todo el festival. Y es que si bien había propuestas como las de Miyazaki y Lanthimos en esta edición, estas ya habían sido proyectadas en otros festivales. La nueva película de Takashi Miike, Lumberjack the Monster (2023), iba a tener su premiere mundial en Sitges. No tenía entrada, pero me propuse repetir la misma jugada que hice con River. Así que allá que fui, en dirección a la entrada del Auditori. Era el primero en la cola, no había llegado nadie. Pasaron los minutos, y con ellos la gente. Y un coche negro que paró frente a la alfombra roja, del que salieron Miike y Kamenashi. Entraron. Ya apenas faltaban unos minutos para que comenzase. Abrieron la puerta. Le expliqué la situación al muchacho, y me despachó rápidamente con un: «No sé quién te dejaría pasar en las otras salas, aquí en el Auditori no hacemos eso». Se giró y comenzó a picar las entradas de los demás asistentes. No sabía qué hacer. Me salí de la cola. Y entonces la vi a ella, en la puerta principal. Nos habíamos encontrado antes durante la espera y charlamos un poco hasta que la llamaron. No hubo duda, me acerqué a ella una vez habían pasado todas las personas y picó mi acreditación. Pitó y apareció el color rojo en la pantalla. Balbuceé algo, intentando explicar la situación, pero me interrumpió entre risas con un «Anda, tira». Agradecido de por vida.

Dentro del Auditori, recibimos a Miike y Kamenashi como si de estrellas del rock se tratasen. Les vitoreé y aplaudí tan fuerte como nunca antes había hecho en todo el festival. Tras decir unas palabras, se sentaron en sus butacas. Se apagaron las luces y comenzó la magia. No sé qué le parecerá esta película al público general ni a los fans del director, pero tampoco podría importarme menos. Fue de las que más disfruté del festival. Tan solo diré que espero que Kazuya se una a su repertorio de habituales. Una vez comenzaron los créditos, la gente apenas aplaudió unos segundos y comenzó a levantarse, peleándose por ver quién salía primero de la sala. Hacían esto en todas las películas, y aún sigo sin entenderlo. Me dio pena que fuera así. Se encendieron las luces, y los allí presentes comenzamos a aplaudir de nuevo y a celebrar el estreno. En esta ocasión, fue Kazuya quien respondió a mi sonrisa.

Terminaba la noche repitiendo la jugada, bajo la promesa, aún incumplida, de invitarla a un café. Iba a comenzar The Toxic Avenger (2023), la nueva versión a cargo de Macon Blair. Era un pase único en el festival, y el público estaba eufórico. Fue una de esas mamarrachadas que justifican la existencia de los festivales de cine fantástico. No dejéis que nadie os enseñe el nuevo diseño de Toxie, pues es algo que merece ser visto por uno mismo, sobre todo en una sala de cine a rebosar de gente con ganas de divertirse.

El auténtico terror lo viví durante los créditos, cuando a la una y algo de la madrugada recordé que en unas seis horas estaría allí sentado de nuevo para el encuentro con Nicolas Cage. Aún tenía que volver a casa, y ni siquiera había cenado.

The Toxic Avenger (2023) de Macon Blair

 

Día 10

King Kong (1933) de C. Cooper y B. Schoedsack

La alarma sonó dos horas y cincuenta y cuatro minutos después de activarla. Mi cuerpo no me dejó levantarme. Me dolió perderme Dream Scenario (2023), pero probablemente habría desfallecido en el tren antes de llegar. Tampoco dormí mucho más, pues un par de horas después ya estaba en pie y de camino para ver King Kong (1933) en el Cinema Prado. La obra de C. Cooper y B. Schoedsack cumplía noventa años, y yo la veía por primera vez en el festival de Sitges. Como suele decir mi padre: «Esto es cosa del azar». Verla el último día del festival fue como cerrar el círculo, uno comenzado desde antes siquiera de llegar a Barcelona.

Desde el palco, veía en la platea a varios niños de no más de cinco años, sentados, inquietos. En cuanto empezó, la sala enmudeció. Cómo los envidié. Si ya de mayor la película es fascinante, ver a través de esos ojos más ingenuos a aquella figura mitológica tuvo que ser algo inolvidable.

Unas horas después, volvía a sentarme en la misma butaca para ver la que sería mi última película del festival. El día estaba dedicado a los clásicos: proyectaban la restauración en 4K de Les maîtres du temps (Los amos del tiempo, 1982). René Laloux unia fuerzas con Moebius para dar vida al cómic. Ver todo su imaginario en movimiento me hizo volver a esas noches en vela, leyendo cómics en la cama bajo la tenue luz de la lamparita. Supongo que ver dos películas que te llevan de la mano a la infancia, aunque ninguna de las dos estuviera presente en la mía, fue el momento más apropiado para poner punto y final a mi travesía por Sitges.

Acabar un festival de cine siempre es raro. Ir cada día a Sitges se había convertido en una rutina, en una evasión ante el día a día. Ahora tocaba coger el último tren de vuelta a Barcelona. Cuando llegue, creo que me iré a dormir.

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